VIDEOS MARXISTAS, MATERIALISMO HISTORICO, DIALECTICA, SOCIALISMO CIENTÍFICO. FILOSOFÍA MARXISTA
PACIFISMO BURGUÉS Y PACIFISMO REVOLUCIONARIO
MARX: DIALÉCTICA, HISTORIA Y COLONIALISMOS
HISTORIA DEL MARXISMO:CLASE 1-INTRODUCCIÓN

domingo, 26 de abril de 2015

El desarrollo histórico de las crisis y sus factores

Introducción.
Hablar de crisis económicas hoy resulta tan baladí y, sin embargo, al mismo tiempo, tan complejo, que escribir sobre el tema se hace necesario en vista de la enorme cantidad de prejuicios, distorsiones y frivolidad que predominan.

Para los griegos de la Antigüedad Clásica el concepto de crisis invitaba a pensar inmediatamente en su superación, pues venía aspergeado de una buena dosis de optimismo y, sobre todo, provocaba la reflexión hacia las distintas posibilidades de superación que el concepto exigía. Aristóteles hablaba de crisis cuando se trataba de fracturas en la racionalidad con que los hombres pueden desenvolverse en los asuntos civiles. Para él la crisis quebraba esa lógica y obligaba a los hombres a imaginar nuevas salidas, nuevas alternativas para mejorar la solución de los problemas y los desacuerdos sociales. Pero nunca pensó la crisis como una forma de quietismo, de estancamiento. De tal forma que, con los griegos, aprendimos algo que en la cultura occidental se ha olvidado por completo: la crisis exige cambio, aproximarse a los asuntos de los hombres y de la sociedad con la fuerza de la esperanza, y la absoluta confianza en el poder humano para resolver conflictos y debates, criterios y argumentos distintos.

En tiempo de crisis por guerras, clima o enfermedad, el griego se lanzaba a los torneos, al teatro, a la lucha libre y al deporte en general, así como a los festivales de oratoria y artes dramáticas. Los romanos exacerbaron los avances de los griegos y los substituyeron por el circo. El peso específico del poder de la racionalidad y de la espiritualidad humana para atender a las épocas de crisis cedió su lugar, en la Edad Media, al poder de Dios. El feudalismo era un sistema económico y social en el que la fuerza de la solidaridad era tal que se le dejaban a Dios la solución de las crisis, de aquí su enfoque un poco más allá de la ética, y un poco más acá de la metafísica aristotélicas. Se volvía contemplativo frente a las crisis, el hombre del medioevo.

La burguesía, en cambio, más avariciosa que ahorrativa, más emprendedora que reflexiva, obsesionada con la medición del tiempo y la cuantificación de sus gastos convirtió a la crisis en una tragedia, porque era una tragedia que tenía que ver con sus procesos y mecanismos de acumulación de riqueza. Y la acumulación era la esp  ina dorsal de ese sistema económico que vino al mundo en la segunda parte del siglo XVI y que, hoy, entre los estertores y el barullo de una crisis total, trata de hacer frente a sus limitaciones y de salir adelante, no como lo hacían los griegos, en medio de la algarabía de la esperanza, ni como lo hacían los monjes contemplativos medievales, en medio de rezos y sahumerios, sino, todo lo contrario, sirviéndose del despojo y el arrinconamiento del que menos tiene. Siempre se acumula a costa de otros, y, cuando así no sucede, aparece la crisis, según la burguesía. Veamos por qué.


I. Descripción histórica de las crisis en el capitalismo.
Una de las características históricas más perceptibles del capitalismo como sistema económico y en tanto que conjunto articulado de procesos de civilización, es su inestabilidad. A lo largo de los siglos, ha probado tener una enorme capacidad para lidiar con la incertidumbre, la recurrencia, la circularidad y, al mismo tiempo, ha sabido producir y reproducir los mecanismos más acerados de su existencia, como lo son la acumulación de riqueza, la explotación de la fuerza de trabajo, la depredación y una excepcional capacidad de reinvención ideológica cada vez que se encuentra frente a frente con un estado sorpresivo de crisis.

Desde el momento de su eclosión histórica, en la segunda mitad del siglo XVI, el sistema económico se abrió lugar a golpes y trompicones, contra los últimos resabios de un régimen feudal que nunca se acostumbró a depender tanto de la madre naturaleza para reproducirse a sí mismo. Hasta la segunda parte del siglo XVIII las crisis económicas, más bien de abastecimiento que otra cosa, fueron el resultado de un desenganche entre la capacidad productiva de los hombres y la capacidad reproductiva de la naturaleza. Crisis de antiguo régimen, de coyuntura, más bien focalizadas en zonas específicas del mundo, en este caso en Europa, tenían que ver mucho con los circuitos de la circulación de las mercancías, con el abastecimiento antes que con la capacidad de consumo de los grupos humanos.

Entre la crisis de coyuntura, o crisis de inventario y la crisis estructural no existen solamente diferencias de carácter teórico, que podrían encontrarse en los libros de texto, existen diferencias que tienen que ver con la ejecución histórica de sus posibilidades, perfectamente registradas en la cronología dinámica del sistema capitalista. Pero, la forma más abstracta de la crisis y, en consecuencia, la posibilidad formal de la misma, consiste en la metamorfosis de la mercancía misma, en la separación entre compra y venta implícita en su unidad, entre valor de cambio y valor de uso, entre dinero y mercancía. Por eso, debemos dejar constancia de que, el primer análisis sistemático del ciclo económico lo encontramos en Marx. Ni Ricardo ni la escuela clásica habían llegado más allá de las simples observaciones marginales, a tratar el tema de las fluctuaciones constantes de la acumulación capitalista

Las dificultades, por otra, parte que presenta una teoría general de la crisis y del ciclo económico vienen derivadas de la conocida Ley de Say, según la cual cada oferta crea su propia demanda; de esta manera cualquier crisis se ve simplemente como una perturbación temporal del ciclo productivo, y no como un componente estructural de la naturaleza histórica del sistema. El ciclo económico, por su lado, adquiere estatura teórica con Marx, como hemos anotado, quien tempranamente en el siglo XIX describiría su comportamiento decenal, y la naturaleza estructural de los desplomes recurrentes del sistema. Su periodicidad decenal también ya había sido intuida por Marx y, a pesar de que Clement Juglar (1819-1905) el conocido médico y estadístico francés, había sostenido, alrededor de 1860, que era posible establecer ciclos económicos con una periodicidad aproximada de entre 7 y 12 años, no era posible olvidar que la mayor parte de los autores coincidían en que la presencia de las crisis, fácilmente detectables, a todo lo largo del siglo XIX, poseían fechas muy precisas: 1816, 1825, 1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873, 1893, 1896.

Tal nivel de precisión en la medición y cálculo de la presencia de tales crisis se debía, en gran medida, a una mayor y mejor comprensión de los factores productivos involucrados, como detonantes de las mismas. La experiencia había enseñado que no era factible tener una visualización justa y clara del comportamiento de las crisis, así como de su periodicidad, si la dinámica interna de los procesos de industrialización no estaba aislada. El problema de los precios, de los salarios, de los costos del capital y del dinero, de los índices de transferencia tecnológica y otros, eran componentes que debían ser individualizados, medidos y luego cuantificados para establecer su impacto sobre mercados y capacidad productiva en algunas sociedades industriales; particularmente en aquellas donde la Revolución Industrial había traído consigo la incertidumbre de la crisis, pero no los ingredientes para su comprensión y superación. Por eso el trabajo de Juglar fue esencial, porque la historia de las crisis se puede partir en dos, antes y después de la fijación teórica del ciclo. Antes, la crisis era entendida como una calamidad aislada. Después, la crisis empezaría a ser estudiada como parte de la naturaleza cíclica del sistema

Para Joseph Schumpeter (1883-1950), el ciclo es la forma específica del desarrollo económico capitalista. En este él distinguía cuatro grupos de factores de enorme importancia para poder establecer los distintos niveles de inestabilidad del sistema económico, así como las distintas vías hacia el equilibrio. El primer grupo estaba compuesto por factores externos, como la demanda de los gobiernos por nuevo equipos militares, el segundo grupo lo componían las modificaciones permanentes de la población, el tercero estaba integrado por el ahorro y la acumulación, y el último estaba compuesto por la capacidad innovadora del sistema

Para nuestro autor el último ingrediente era vertebral en el desenvolvimiento capitalista hacia una economía de equilibrio, pues el peso de la innovación descansa sobre las espaldas de hombres imaginativos, visionarios para quienes la toma de decisiones viene medida por su osadía para correr riesgos en épocas de inestabilidad. La teoría del riesgo en Schumpeter es un hallazgo colateral a sus grandes intuiciones sobre el ciclo. Una vez establecidos los conjuntos de factores a que nos hemos referido arriba, él procede a medir la duración posible en que podrían operar articulados o no, dependiendo, de nuevo, de los niveles de riesgo. Y encuentra que, a lo largo del último siglo y medio, podrían establecerse tres tipos de ciclos: 1-ondas largas de alrededor de 50 años (ciclos Kondratiev); 2-ciclos intermedios con una duración de 7 a 12 años (ciclos Juglar); y 3-ciclos cortos de unos 48 meses (ciclos Kitchin)

A pesar de las serias objeciones que se le han hecho al ciclo Kondratiev, debido al sobre énfasis puesto sobre el material estadístico, en virtud de que en los ciclos largos entran a jugar factores subjetivos de enorme importancia, autores como Schumpeter lo tomaron muy en cuenta, para sus propios cálculos y valoraciones sobre el ciclo productivo en el sistema económico capitalista. Según Kondratiev, a partir de finales del siglo XVIII, era posible verificar la presencia de dos ondas largas y una media, en el trayecto de los precios y de la producción capitalista, cada una de ellas con una duración de 50-60 años. La primera habría iniciado alrededor de 1780-1790, con un punto culminante en 1810-1817, y un punto más aterrizado en los años 1844-1851. La segunda onda se habría extendido entre los años 1844-1851 y 1890-1896, con un punto pico en los años 1870-1875. La onda media por su lado se habría extendido entre los años 1890-1896 y un punto de inflexión entre 1914-1920.

Según el autor ruso se puede establecer algún tipo de relación entre los hechos sociales y el comportamiento del ciclo. Sostiene que durante el período de expansión y crecimiento de las fuerzas económicas más decisivas se producen las grandes guerras y revoluciones. Agrega, además, que en los largos períodos de inflexión o recesión de los ciclos largos, se produce un gran número de descubrimientos importantes y de invenciones en las técnicas productivas y comunicativas, las que se aplican en masa durante la etapa de ascenso del ciclo siguiente. Estas ideas le facilitaron a Schumpeter la ampliación de su argumento sobre la importancia de la innovación, que apenas mencionamos arriba.

El comportamiento de los ciclos largos viene medido por el ritmo de las innovaciones; de esta manera el ciclo 1783-1842, abarca la totalidad dinámica de la Primera Revolución Industrial; el ciclo 1842-1897, comprende a los años del vapor y del acero, pero sobre todo a la época de la “manía ferroviaria” en el mundo occidental y sus prolongaciones coloniales. Finalmente, la media onda larga, que detona hacia 1897, es la onda de la electricidad, la química y el automóvil

Ahora bien, desde la perspectiva del método, para la economía y la historia económica de inspiración marxista, son fundamentales los procesos de acumulación y de producción capitalista, antes que los problemas relacionados con los precios y el comportamiento monetario de la economía capitalista, más propios de los estudios realizados por analistas de formación burguesa. Hacemos esta distinción porque en el estudio de las ondas largas del sistema económico, son decisivas las estadísticas sobre la expansión y contracción del mercado capitalista a escala mundial, en lo que compete a sus ingredientes más estructurales, es decir, la acumulación y la producción de mercancías

Por otro lado, hay ingredientes externos e internos en la interrelación que podría establecerse entre diferentes ondas largas del sistema económico, como hemos mencionado arriba, al hablar de que no todos los componentes de una crisis o de una condición depresiva pueden medirse estadísticamente. Ello facilita, sin embargo, que se puedan establecer paralelismos entre la relativa hegemonía de Inglaterra en el mercado mundial en el período 1848-1873, seguido de una depresión para los años 1873-1896; la hegemonía de nuevo del imperialismo inglés en el período 1893-1914, prolongado por una caída precipitada entre los años 1914-1940, y la fuerte hegemonía del imperialismo norteamericano durante los años 1948-1966, continuado por un deslizamiento irreversible desde entonces. Por eso debe tomarse en cuenta que es de las interrupciones del ciclo económico de donde el capitalismo toma sus impulsos para expandirse a nivel mundial, antes que de las disfunciones de los mercados. Con esto claro es posible hacer comparaciones entre las distintas expresiones hegemónicas del imperialismo, para relacionar el comportamiento de los mercados, la expansión internacional del capitalismo y el ciclo económico.

Para los países pobres, esos son aspectos esenciales, que deben ser comprendidos en su justa medida, esto es, que el ciclo económico en el centro, una vez ubicado en su fase depresiva, tiende a engullirse todo aquello que se encuentra en la periferia; y que las relaciones capitalistas dependientes no son únicamente el producto histórico de la expansión imperialista, sino, por encima de todo, de las mal formaciones del sistema económico, las cuales podrían ser explicadas y comprendidas en virtud de nuestro mejor tratamiento del ciclo.

Si, por ejemplo, la depresión de 1825 es, en gran medida, producto de la quiebra financiera de Gran Bretaña a raíz de sus excesos inversionistas en América Latina, nadie podrá sostener jamás que la crisis se haya iniciado aquí, sino, todo lo contrario, fue una crisis que tuvo su punto de detonación en el relajamiento del sistema bancario y monetario inglés, que sacudió también a la industria y al comercio por supuesto. Lo mismo sucederá con las depresiones de 1847-1848 y, particularmente, con la gran depresión de 1873-1896, que, a la larga, se convertirá en la plataforma de experimentación teórica más expedita, para que la economía burguesa cristalice su ruptura con la economía política clásica, abriendo el camino hacia una economía de corte positivista y cortoplacista.

Está de más anotar que el grueso de las crisis y de las grandes depresiones que han impactado al sistema económico, durante los últimos ciento cincuenta años, han encontrado su punto de partida en las grandes economías industrializadas, centros financieros y punto de llegada de los procesos de acumulación a escala mundial.

Si está claro, entonces, que el comportamiento cíclico del sistema económico es inevitable, así como su tendencia general a experimentar hundimientos, crisis y depresiones, para quienes diseñan estrategias e instrumentos de contra peso en tales situaciones, no está igualmente claro el punto de origen, y el trayecto que esta últimas puedan seguir.

Los marxistas, por ejemplo, alguna vez, creyeron que tales perturbaciones podrían conducir al derrumbe histórico del sistema capitalista como una totalidad, es decir, no sólo en sus niveles económicos y financieros, sino también sociales, políticos y culturales. Estos analistas siguen sosteniendo que las políticas económicas, coyunturales o estructurales, y la propia modificación interna del sistema, pueden atenuar algunas manifestaciones del ciclo, pero no pueden eliminarlo de raíz, como decíamos atrás, ya que forma parte del carácter intrínsecamente contradictorio del sistema.
La caída de la tasa de ganancia, los problemas del subconsumo, y las desproporciones en las que incurre el sistema económico, cuando se trata de inversiones reproductivas y de ajustes sustanciales en la composición orgánica del capital, siguen siendo los ingredientes ineludibles en el enfoque marxista de la crisis y del ciclo, con los cuales se aspira a tener una comprensión más acabada de las posibles respuestas políticas, sociales y culturales que se le puedan oponer al sistema como un todo


Ya lo decía Manuel Castells en 1978: “La crisis que sacude al mundo capitalista en los años setenta es multifacética: política, ideológica y económica. En consecuencia, la única teoría susceptible de explicarla será aquella que integre esos diferentes niveles de la realidad social dentro de una perspectiva que entienda el desarrollo histórico como un proceso contradictorio. La tradición marxista es, en nuestra opinión, la única que intenta sintetizar el movimiento del capital y el proceso de cambio social, según su determinación simultánea por la lucha de clases en la producción, el consumo, el poder y los valores culturales”

Otras elaboraciones interpretativas se han preparado también desde las tiendas de los neoclásicos y los keynesianos, para quienes la teoría del ciclo aporta muy poco a la comprensión del por qué los instrumentos de política económica fallan en un determinado momento. De aquí que se fijen tanto en las dificultades de la oferta y de la demanda para atender el consumo, en la relación precio-salario cuando las organizaciones sindicales no ejercen ning  una presión real sobre los mecanismos de la  acumulación, o cuando insisten obsesivamente en que la teoría del ciclo no explica los desajustes monetarios en una economía industrializada y progresista. Este es el momento en que, para estos teóricos, la gran depresión de 1929-1933 sigue siendo un laboratorio de extraordinaria relevancia, para hacerse una idea sobre qué se puede prever, analizar e instrumentar cuando la crisis hace su aparición. Pero siguen evaluando el ciclo como una anomalía y no como un componente estructural del sistema económico.

Para el ciclo 1972-1978, nos encontramos con una recesión (1974-1975) que vendrá definida, de nuevo, por la superproducción de mercancías, capitales y valores, de acuerdo con el ritmo seguido desde 1816 Fue una recesión que resumió muy bien el retroceso experimentado por las economías capitalistas centrales, en la onda larga de expansión que las había caracterizado, desde 1940 en los Estados Unidos, y desde 1948 en Europa y Japón. La nueva onda larga sería definida, en el mediano y largo plazo, por una tasa de crecimiento hasta un 50% menor a la de los años cincuenta y sesenta

Este deterioro de la acumulación haría que los gobiernos de Ronald Reagan (1911-2004) en Estados Unidos y Margaret Thatcher (1925) en Inglaterra se convirtieran en los puntales de las políticas neoliberales, que liquidarían sin piedad muchos de los logros alcanzados por los trabajadores desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo,  bajo el signo de mayo 68 en Francia y del triunfo de la revolución en Viet-Nam (1975), el crecimiento de la capacidad de lucha de los trabajadores organizados en Portugal, Italia, Inglaterra, España y México, iría a darle nuevas dimensiones a la lucha de clases la cual, al calor de la crisis económica del sistema, se exacerbaría y encontraría nuevos escenarios revolucionarios en América Central y el Caribe.

Pero cuando las economías del capitalismo dependiente latinoamericano hacían crisis debido a su deuda externa, durante los ochenta, en gran parte adquirida para pagar la factura por los problemas con el abastecimiento de combustibles, las economías metropolitanas, por su parte, alcanzaban el punto álgido de su proceso de expansión desde la Segunda Guerra Mundial, momento a partir del cual se volvía imparable el deslizamiento hacia la situación actual, cuando, se suponía, el escenario era más beneficioso, pues muchos de los problemas políticos, sociales e ideológicos de la llamada Guerra Fría habían sido resueltos durante los años noventa.

Quedaba claro, de esta forma, que el sistema capitalista tendría que darse a sí mismo las respuestas requeridas para readecuar los procesos de acumulación, producto de una nueva división del trabajo cada vez que el sistema entraba en crisis. Si desde 1945 la tasa de explotación se medía por el predominio de la extracción de la plusvalía relativa, llegaría el momento en 1980, cuando sería posible volver a hablar de tasas de explotación de plusvalía absoluta, consideradas por mucho tiempo como típicas del capitalismo decimonónico.
Con un escenario así era ineludible hallar un conjunto de nuevas respuestas políticas y sociales al hecho de que, el capitalismo emergente en los países del viejo socialismo, presentaba un nuevo desafío a las tradicionales economías industrializadas abrumadas por un neoliberalismo sin cortapisas. La década de los noventa, entonces, terminaría por prepararle la tramoya al capital ficticio, con el cual los procesos de producción terminarían por colapsar, abriendo el camino a una crisis financiera sin precedentes desde la gran depresión de 1930

II. Problemas de teoría y método.
Al lector poco informado le cuesta distinguir entre ciclo y crisis. Algunos economistas, por su parte, hacen todo lo posible por confundirnos todavía más, puesto que les conviene a ellos, y a los sectores sociales a quienes representan, que la gente de a pie no entienda de estas cosas. Sentimos la crisis en cuanto visitamos el supermercado, cuando nos pagan el mismo salario durante años y cada vez compramos menos alimentos, se nos hace más difícil que nuestros hijos puedan estudiar, que podamos atender debidamente nuestras deudas. Entre tanto los patronos, los políticos a sueldo y los ideólogos gratuitos de la prensa argumentan que el problema es que los trabajadores, los educadores, los estudiantes, no quieren hacer sus deberes, simplemente, porque son una bola de holgazanes, los sindicatos son la guarida de los corruptos y las huelgas la expresión de un inconformismo irracional y sin sentido. En fin, ¡todo es culpa de los comunistas!

Pero la cuestión no es tan sencilla. Ya hemos visto en la sección anterior que las crisis le convienen al sistema capitalista, y a su clase social más representativa, la burguesía, los patronos, los dueños y amos de los medios de producción. De tal forma que será inevitable un conflicto cada vez que la productividad decae, o se genera una superproducción de mercancías, valores o dinero, porque esa burguesía acusará a los trabajadores de ser los culpables, pues sostiene que les está pagando muy bien, que tienen un montón de derechos y que no cumplen con sus deberes a cabalidad. A la burguesía patronal le aterroriza el descenso de la productividad, porque de esta forma se reduce también su capacidad de acumulación de riqueza, para seguirse reproduciendo como clase social, como grupo humano, con sus gustos, su forma de vida, sus patrones culturales y sus lujos. Entre tanto, los trabajadores buscan organizarse de la mejor manera posible, porque de lo contrario sus salarios pueden reducirse física o nominalmente, pueden perder el empleo. La contradicción emerge entonces, porque una crisis de superproducción es acompañada de desempleo

Los ciclos de negocios, entonces, o ciclos industriales, o ciclos económicos, todo depende dónde pongamos el énfasis, ya sea en la actividad financiera, productiva o de realización de la cuota de explotación de los trabajadores, ciclos cuya duración es relativa, como hemos visto, y por lo cual han recibido distintos nombres, de acuerdo al estudioso que los haya investigado con más detalle y atención, son ciclos que serán sacudidos periódicamente por crisis que socavan una de las mayores aspiraciones de los capitalistas, esto es, el equilibrio para seguir acumulando. Pero resulta que la historia ha demostrado que, antes y después de una crisis, en el sistema capitalista nunca ha existido equilibrio; éste no es más que una aspiración utópica de los ricos y poderosos. De tal manera que, con frecuencia, al menos durante los últimos cien años, el estado, al cual los capitalistas tanto critican, tiene que estar interviniendo, como hoy lo hace el Presidente de los Estados Unidos, para devolverle a la economía su “equilibrio”.

¿Equilibrio para qué o entre quiénes? Desde el siglo XVIII se nos viene diciendo que en la medida en que cada individuo busque y satisfaga sus propios intereses, la sociedad toda se verá beneficiada. Es la famosa “mano invisible” según la cual, el sistema económico estará equilibrado, en el tanto y cuanto cada persona se deje guiar por sus propios afanes. Pero esta tesis más bien ha provocado grandes injusticias. Y sobre todo un tremendo desorden económico, social, político, ideológico y jurídico. Resulta que con la “mano invisible” hemos olvidado que el sistema capitalista reposa esencialmente sobre una tremenda y devastadora avaricia. A lo largo de su historia, en el sistema han aparecido pequeños grupos los cuales, armados de aparatos ideológicos, ejércitos bien armados, y una tremenda voracidad por acumular riqueza, han arrinconado al resto de la humanidad y la han reducido a niveles intolerables de pobreza, humillación y necesidad.

El equilibrio que han buscado por siglos el señor patrono burgués, terrateniente o comerciante, es aquel equilibrio que le permita explotar, con la mayor libertad posible, a sus trabajadores, a los que contrata por un salario con el cual puedan reproducirse como especie nada más, para que lo continúen enriqueciendo. En algunos capítulos de esta historia, el trabajador llegó a laborar hasta 16 horas diarias por salarios ridículos. Pero los logros, arrancados a sangre y fuego, jamás concesión gratuita y amorosa de los patronos, les permitieron a los trabajadores reducir la jornada laboral, y atemperar los sacrificios que representa cotidianamente en sus vidas. Aunque en ciertas partes del mundo subdesarrollado todavía persisten estas jornadas de trabajo, hoy no se trabaja 16 horas diarias en algunas grandes ciudades; pero la tecnología ha hecho posible que el producto que antes se obtenía en ese tiempo, ahora se extraiga en la mitad, con un desgaste mayor para la sociedad toda y las familias de los trabajadores particularmente.

En el ciclo económico, entonces, sea éste Kondratiev, Juglar, Kitchin, Mandel, o Schumpeter, habrá siempre una etapa de despegue, otra de auge, y una de descenso que, a veces, abre el camino a la crisis, seguida con frecuencia, de un colapso o de una parálisis general de la actividad productiva. El último ciclo, que se inicia allá por 1966, es en gran medida, producto de los avances alcanzados por la economía norteamericana, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando pasó a ser la locomotora de la economía mundial.

Durante el siglo XIX fue la economía británica la que jugó este papel. Pero, de acuerdo con el criterio decenal, el ciclo ha experimentado cortapisas en 1977, 1989, 1997, y la última en 2009. Cada una de estas interrupciones críticas de la acumulación, con el consabido descenso de la tasa de beneficio, ha tenido su expresión ineludible en un crecimiento desmedido de la tasa de desempleo. La relación directa que establece Schumpeter entre índices de innovación tecnológica y crecimiento de la productividad, está condicionada, a lo largo del ciclo, por la capacidad de acumulación y de reproducción del sistema. Pero dicha relación directa puede ser desviada y distorsionada por la intermediación financiera de un grupo de personas que no produce nada, pero que se aprovechan habilidosamente de las crecidas tasas de acumulación que aquella relación genera. Esta clase de actividades la lleva a cabo el capital financiero, los bancos, las grandes transnacionales que comercian y trafican con el conocimiento y el desarrollo acumulado por otros.

La economía norteamericana, entonces, literalmente “empapela” con dólares al planeta, después de la última gran guerra y se endeuda de forma descomunal, una deuda que debió ser saldada parcialmente involucrándose en la guerra de Viet-Nam (1969-1975). Pero junto a la crisis del petróleo de 1973-1975, la crisis de la deuda externa en América Latina en 1980-1984, la crisis por la llegada de los nuevos países surgidos de la caída del socialismo en 1991, la crisis financiera de Asia en 1997, y la crisis por las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, el sistema económico ha puesto en evidencia que la economía norteamericana ya no es la locomotora que fue en el pasado, y desde finales de la década de los setenta, cada vez es más cristalina una nueva regionalización imperialista, en la que sobresalen Europa Occidental, Japón y China. Aún así sería ineludible que la última crisis, esta en la que estamos inmersos, tuviera su punto de partida en los Estados Unidos, debido a que en este país se encuentran la mayor parte de los bancos y de las casas matrices que hicieron posible una globalización financiera con la se tejió la red de intercambios que, a la larga, significó también la trampa en la que está metido el resto de las economías del planeta.

III. La crisis actual. Orígenes y evolución.
Algunos economistas tienden a olvidar, con mucha facilidad, que la ciencia social que han estudiado es eso precisamente, una ciencia social, y buscan enfrascarse en discusiones peregrinas sobre los orígenes y trayectoria de una crisis que cualquier hijo de buen vecino, más o menos enterado, veía venir desde hacía rato. Todos los componentes ideológicos de las humanidades salen a flote en esta clase de discusiones, y nos ayudan poco a comprender el verdadero meollo de la cuestión. Otros, dichosamente, cumplen a plenitud con el propósito cierto de toda ciencia social y humanística, es decir ayudar a la gente a entender mejor el mundo en el que le ha tocado vivir.

En los pequeños países del capitalismo periférico como Costa Rica se nota que algunas cosas están cambiando violentamente, porque casi de la noche a la mañana, quiso saltar hacia el futuro de progreso y prosperidad prometido por los ideólogos del neoliberalismo, orientando una parte importante de su estructura económica hacia la producción, promoción y expansión del turismo; pero, sin sorpresa, se encuentra hoy con que casi la mitad de sus hoteles, playas y centros de recreación para turistas está vacía. Ese mismo país se vio a sí mismo con el problema entre sus manos de que, habiendo sido tradicionalmente agrario, un grueso importante de sus exportaciones de frutas se ha contraído de manera decisiva. El desempleo lo está afectando, y con ello la criminalidad se apura a superar el ritmo que traía, debido a la desprotección de una legislación obsoleta para atender los nuevos retos que las mafias internacionales le han planteado. Esas son algunas de las consecuencias que la estrecha y paralizante dependencia de la economía norteamericana le ha ocasionado a este pequeño país que se llama Costa Rica.

Mas esta serie de problemas económicos, los cuales tienen repercusiones sociales, políticas y culturales importantes en nuestra población, tienen un origen muy preciso. Estamos en crisis decimos: no hay créditos porque el dinero es muy caro, o sea, las tasas de interés son muy altas, se ha contraído la construcción de casas, los combustibles suben, la comida cada día es más cara, a los jóvenes se les han reducido las posibilidades de encontrar trabajo, en la profesión que tantos años de estudio les ha tomado, y, finalmente, se corre el riesgo de perder el empleo, que se ha vuelto el bien más preciado que tiene una persona hoy día. Pues bien, toda esta situación, que tanta inseguridad e incertidumbre le producen al costarricense promedio, procede de los Estados Unidos. Y veamos por qué.

La economía norteamericana salió excepcionalmente fortalecida de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Incluso se dio el lujo de crear instituciones que vigilarían el comportamiento del capitalismo financiero de ahí en adelante, tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que fueron pensadas, en gran parte, para impedir que Estados Unidos perdiera su hegemonía sobre el sistema económico mundial. Y se dio una época de prosperidad sin precedentes en ese país, entre los años de 1948 y 1966 debida, con mucho, a las fuertes inversiones de recuperación económica que los norteamericanos habían impulsado en Europa y Asia, a través del mal conocido Plan Marshall. No sólo llegó a ser el principal acreedor del planeta, sino que también las mayores reservas de oro del mundo quedaron en sus manos.

Contra tanta riqueza, los Estados Unidos empezaron a emitir masas descomunales de dólares, con los cuales prácticamente inundaron el mercado mundial, una estrategia pensada para compensar los indicios de contracción de su capacidad de pago en oro, debida a las demandas procedentes de las economías europeas y asiáticas que buscaban reactivar y fortalecer sus actividades bancarias y financieras. De esta forma, en la década siguiente, los años setenta, el dólar entró en crisis, y aceleró una revisión del sistema monetario y del sistema internacional de pagos. Con la guerra de Viet-Nam (1969-1975), Estados Unidos intentó contra pesar el impacto que la situación estaba generando en su capacidad de acumulación y en el proceso de reproducción capitalista, puesto que la crisis del dólar (1974-1977) era simplemente el síntoma de un mal mayor: la acerada tendencia que tiene la economía norteamericana al sobre endeudamiento y al sobre consumo, a través de los cuales se crea a sí misma cuellos de botella que son, finalmente, desbloqueados por la economía internacional.

Es decir, Estados Unidos desvaloriza el dólar y de esta manera les pasa la factura a las economías emergentes y dependientes o semi coloniales. La crisis de la deuda en América Latina (1980-1982) formó parte de este proceso, con el cual la economía norteamericana buscó remontar sus propios problemas financieros internos. Cuando, durante estos años, los países latinoamericanos se declararon insolventes, fue porque las corporaciones bancarias internacionales, con residencia en Estados Unidos, habían acelerado el proceso de endeudamiento de estos países para financiar su propio patrón de crecimiento. Esto no ha cambiado hasta el presente.

De acuerdo con los neoliberales dicha estrategia financiera era perfectamente normal, puesto que, desde finales de los años setenta, venían sosteniendo que la menor ingerencia del Estado en los negocios, era la actitud más saludable para que deudores y acreedores saldaran sus desacuerdos sin traumas ni conflictos escandalosos. Resulta, sin embargo, que el endeudamiento externo hizo colapsar a la economía latinoamericana, provocando un retroceso descomunal en áreas tan decisivas, socialmente hablando, como vivienda, acueductos, educación y salud. El desplome de economías, otrora tan progresistas como la argentina, la mexicana y la brasileña, fue un espectáculo que dejó lecciones todavía insalvables, y que explican mayormente, el auge de la economía social que se está operando en América Latina hoy.
Los años ochenta, por su lado, la década perdida en América Latina, son también, al mismo tiempo, aquellos durante los cuales cristalizó una readecuación importante de las economías hegemónicas a escala internacional. Con su fracaso en la guerra de Viet-Nam, los Estados Unidos tendrían que negociar con la vieja Unión Soviética y con China la distribución geoestratégica que le esperaría al mundo del siglo XXI, donde una Alemania y un Japón con nuevos bríos emergerían para participar, como en el pasado, en el reparto del botín.

Igualmente en la URSS, con la Perestroika de 1984, tendría lugar un ajuste de cuentas sin precedentes en la historia universal de los imperios, pues se trataba del primero que cometía suicidio y repartía los pedazos al mejor postor. En 1989, China también experimentaba la primera gran sacudida de un modelo de desarrollo económico-social y político que empezaba a operar en dos vertientes, no siempre armónicas, la economía y la institucionalidad política, como se verá después, durante los años noventa, cuando la restauración capitalista despegaba con consecuencias sociales todavía por verse.

En la década siguiente, en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón y otras potencias industriales, así como en China, el nuevo “taller del mundo”, se desataba un auge espectacular de la construcción, que solo hacía más notoria una de las contradicciones históricas del sistema capitalista: el problema de la sobre producción y el sub consumo. El sobre endeudamiento y el sobre consumo, por su parte, como corolarios de aquella contradicción básica, evidenciaban, que la llamada “burbuja financiera”, el capital ficticio, que no siempre tiene relación directa con la economía real, era una nueva forma de expresarse la sincronía alcanzada, a través de la globalización financiera, de las economías centrales a escala mundial.

La crisis asiática de 1997 y el “efecto tequila”, procedente de México en 1995, así lo hacían notar. En pocas palabras, lo que queremos decir es que hoy, más que nunca antes, una crisis en el centro capitalista, tiene efectos directos en las otras economías ancilares y periféricas del sistema. Y para continuar hablando de burbujas, la “burbuja inmobiliaria” será también uno de los detonantes de la crisis en Japón y México. Hubo momentos en que en el centro de Tokyo un metro cuadrado de construcción costaba US$300,000. Para construir, sin embargo, se requerían grandes masas de crédito, y para que éste estuviera disponible se necesitaban ciertos patrones de consumo y rentabilidad y ésta, a su vez, estaba en relación directa, supuestamente, con la capacidad productiva de la economía que la hacía posible.

Pero, si el grueso del dinero en los bancos y financieras norteamericanos es capital-dinero procedente de inversionistas asiáticos y europeos, o de corporaciones multinacionales con sede en los Estados Unidos, para hacerlo circular hay que pagarle elevadas tasas de interés al verdadero propietario de tales capitales, con lo cual el sistema bancario norteamericano se torna en uno de los más endeudados del planeta y su población asume igual condición de endeudamiento.

En algún punto de la cadena crediticia, esta situación hará crisis puesto que la capacidad productiva de la sociedad, sus patrones de acumulación, quedarán por debajo de las demandas y expectativas del capital financiero, de tal forma que la brecha se superará de forma ficticia acudiendo al sobre consumo y estrangulando a la gente con préstamos y más préstamos…¡Es la edad de oro de las tarjetas de crédito, de los automóviles de lujo del año, de las grandes mansiones con piscina, de los viajes turísticos familiares a carísimos hoteles en las playas de Costa Rica!

Con este escenario, era inevitable el colapso bancario. Pero de la esfera financiera, la crisis se traslada rápidamente a la economía real, donde la mayor parte de las empresas operan, crecen y se reproducen con dinero prestado. Entonces, si se contrae el crédito, se reduce al mínimo la contratación de nuevos trabajadores, o se despiden los que están empleados, pues no hay forma de que la empresa continúe su reproducción. Y si no se producen mercancías, el comercio exterior se contrae también, con lo cual la economía roza los niveles de la depresión.

Estamos entonces frente a una espiral depresiva que ha sido recurrente en la historia económica del sistema capitalista desde hace unos ciento cincuenta años, según se vio en la sección anterior. Como ha sido igual de recurrente el que estas situaciones críticas a quienes más perjudican es a los trabajadores, que ponen los muertos en este proceso, pues los capitalistas, para recuperar su capacidad de acumulación y reproducción, saquean la plusvalía acumulada, y despiden a sus empleados o recortan sus salarios, se deterioran las condiciones de trabajo, y los avances logrados por los trabajadores se bloquean o se limitan considerablemente.

Por otro lado, esta nueva crisis contradice los postulados de aquellos que sostenían que después del último evento similar en los años setenta, las economías europea, asiática, la de los países emergentes, como los del viejo socialismo, y la de los países dependientes o semi coloniales, no iban a verse impactadas por el episodio tal y como se ha ido desplegando en los Estados Unidos. Los procesos de globalización han globalizado, más que nunca, los mecanismos de acumulación a escala mundial, y las economías están hoy, como jamás lo estuvieron en el pasado, perfectamente sincronizadas. De tal forma que la teoría del “desacople” carece de sustancia si pensamos en que, los Estados Unidos continúan siendo, aunque precariamente, la locomotora de la demanda a escala internacional, y cualquier catástrofe en los patrones de consumo de la sociedad norteamericana, debería leerse como un derrumbe en los otros componentes de la acumulación a escala internacional.
Si partimos del principio de que dos de las características más notables del capitalismo del siglo XXI son precisamente un aumento espectacular de la tasa de ganancia y la imposibilidad de una expansión de la acumulación, que permita ampliar y profundizar los procesos de reproducción del sistema, nos daremos de frente con el problema que representa para este último el que la desvalorización del capital, y su consecuente incremento en la extracción de plusvalor, impida la gestación de una nueva ola de modernización capitalista, tal y como la había pensado Schumpeter en sus mejores ensueños.

Además, la caída del socialismo real, supuestamente, iba a lanzar unos 800 millones de nuevos consumidores sobre los bienes manufacturados por las naciones industrializadas del viejo capitalismo, pero tal cosa sólo ha generado una nueva ola de preocupaciones para países como Austria, España , Francia, Alemania, Suiza y otros, quienes han prestado enormes cantidades de dinero a los viejos aliados de la fenecida Unión Soviética; y en estados como Hungría, la crisis ya asestó sus primeros golpes reduciendo de forma traumática su capacidad de pago, con lo cual se reducen también las posibilidades reales de la restauración capitalista en estas naciones.


La situación con China es igualmente aleccionadora. Este gigantesco taller de manufacturas es el principal abastecedor comercial de Europa y los Estados Unidos, tanto así como para que ciudades enteras hayan surgido en menos de veinte años, en su totalidad estructuradas para alojar principalmente a trabajadores extranjeros, procedentes de Hong Kong e Indochina, y dedicarse por completo a la fabricación de juguetes por ejemplo. La sobre acumulación en China no ha tenido eco en su descomunal y lenta maquinaria política y administrativa, y, aunque la expansión comercial ha posibilitado alguna modernización de la estructura productiva, este país padece serios problemas laborales y sociales que están al borde de provocar una explosión sin precedentes en época de restauración capitalista, sobre todo en las ciudades costeras, totalmente volcadas a la satisfacción del comercio internacional.

Por otro lado, aunque realmente nadie puede decir a ciencia cierta qué fue lo que pasó con el experimento soviético, después de más de ochenta años la única sensación real que queda de todo eso es que el régimen de planificación central pudo haber fallado en todo, menos en el cálculo de larga duración respecto a las orientaciones posibles de la teoría del valor, para justificar la represión del consumo y una cotidianidad en la que no contaban las opciones personales sino las preocupaciones estatales de largo plazo . Es decir, la supuesta “acumulación socialista”  en países como China y la Unión Soviética nunca remontó los designios de la teoría del valor y se agotó en el impulso de una estructura productiva que ponía el énfasis sobre las cosas, antes que en las personas .

La producción y transferencia del excedente agrícola para impulsar el desarrollo industrial, postulado clave del régimen de planificación central, y todavía vigente en la mayor parte de los países que se declaran a sí mismos como países socialistas, colapsaron en razón de los atajos burocráticos que tomaba el mencionado excedente. Era así, como entre otros recursos, se servía el socialismo burocrático de inspiración soviética para escamotear las crisis, según ocurriera en los años treinta y setenta del siglo pasado.

Ahora resulta que la mayor parte de los países del viejo socialismo real se han convertido en los principales clientes del crédito generado en Europa Occidental, Estados Unidos y Asia, con lo cual todos los mecanismos de la acumulación socialista se han transferido a una “nueva acumulación primitiva”, que tiende a fortalecer los sectores secundario y terciario, pero dejando intactos los lazos y relaciones de la vieja y corrupta burocracia del socialismo fracasado.

La mayor parte de los grandes magnates que han surgido en Rusia, Ucrania, la República Checa, Polonia, Hungría y otras de estas naciones, está constituida por un grupo de funcionarios que asaltaron y cooptaron las estructuras burocráticas del socialismo real casi inmediatamente después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956, cuando Nikita Kruschev (1894-1971) hiciera las denuncias sobre los atroces crímenes de Stalin (1879-1953); una labor que esmeradamente se continuaría durante el régimen de Brezhnev (1906-1982), y se coronaría con éxito total durante la pomposa Perestroika impulsada por Gorbachov (1931-  ), a partir de 1984 hasta el colapso definitivo de la Unión Soviética en 1991. Todo esto prueba que el socialismo burocrático estaba perfectamente bien preparado para recibir la restauración capitalista, y asestar a la clase trabajadora, de paso, uno de los golpes políticos más letales de que tenga memoria la historia social de los últimos doscientos años.

Con el eufemismo de “países emergentes” se nos quiere vender la idea de que la restauración capitalista fue todo un éxito en naciones como Rusia, donde las quiebras y un sonado fracaso de la política monetaria, impulsada por el Fondo Monetario Internacional, a finales de los años noventa del siglo anterior, se sucedieron sin límite de consecuencias, estableciendo un récord, pues los rusos no sabían lo que era una situación crítica desde los años veinte, durante el llamado “comunismo de guerra”, para enfrentar a la invasión extranjera, luego del triunfo de la revolución bolchevique. Todo para convertirlos en los nuevos consumidores de mercancías, bienes de capital y valores gestados en Alemania, Inglaterra, Austria, España y los Países Escandinavos. De esta forma, un nuevo protagonista se unía a la sincronía crítica que se venía preparando desde principios de la presente década.  Los nuevos recién llegados fortalecían así y daban sentido al triunfalismo capitalista, que iría a estar presente en nuestra vida cotidiana a todo lo largo de las últimas dos décadas.

Pero ni la crisis latinoamericana ni la asiática de los años ochenta y noventa hicieron posible que los lugares centrales del capitalismo avanzado se percataran de que algo mayor se avecinaba. México y Argentina, así como Japón, posiblemente la nación capitalista asiática que experimentara las mayores transformaciones imaginables entre 1953 y 1973, quedaron atrapados en una espiral de endeudamiento, de la cual les iría a resultar sumamente difícil escapar, antes de que terminara la primera década del siglo XXI; aunque Japón daba algunos indicios de recuperación desde el 2003. Pero el camino recorrido por América Latina, merece un análisis distinto, debido a las peculiaridades de sus diversas formas de inserción en la economía mundial.

IV. Balance para América Latina.
No todos los intentos latinoamericanos de innovación en política económica obtuvieron los resultados esperados, durante la crisis de los años treinta. Y lo mismo podría decirse del centro, si recordamos el nazi-fascismo en Alemania e Italia, España y  Portugal, así como el militarismo en Japón. Pero las resemblanzas que se irían a operar con las dictaduras militares que sacudieron a gran parte de los países de América del Sur, durante los años setenta, no eran la pura coincidencia histórica, sino el resultado de que muchas cosas seguían practicándose igual, a la vuelta de cincuenta años.
La gran depresión de 1930 fue un fenómeno importado que afectó a la América Latina, al menos en cuatro aspectos esenciales:

1.      Restricciones financieras como resultado de las estrictas medidas monetaristas adoptadas por el gobierno de los Estados Unidos en julio de 1928, las cuales provocaron la fuga de capitales y la pérdida de las reservas obligando a los latinoamericanos a desprenderse del patrón oro.
2.      Contracción del comercio internacional que dio como resultado la introducción de medidas proteccionistas en la mayor parte de los países latinoamericanos.
3.      Deterioro de los términos de intercambio y un debilitamiento de los precios de las materias primas y de los alimentos.
4.      Una deflación generalizada incrementó el peso de la deuda externa.

Esta secuencia de eventos, detonados mayormente por decisiones y golpes de mano en los Estados Unidos, obligaron a los diseñadores de política económica en América Latina, es decir, a los técnicos, expertos y estrategas políticos, a tomar consciencia de la profunda dependencia de nuestros países con relación a la economía norteamericana. Los supuestos “científicos”, como se les conocía en la dictadura de Porfirio Díaz en México (1876-1911), cuyos afanes de modernización fueron arroyados por el vendaval de la revolución que los removió del poder, no encontrarían eco en una generación posterior que aspiró esencialmente a marcarles el terreno a los empresarios norteamericanos, de ahí en adelante. Quedaba claro, con la crisis del 30, que en América Latina eran urgentes las medidas de política económica requeridas, para sostener cierto margen de maniobra respecto a los aconteceres de la economía mundial y particularmente de la estadounidense. Tales cambios de estrategia serían apuntalados por modificaciones vertebrales en la política monetaria, como el abandono del patrón oro.

Pero a lo largo del siglo XX, América Latina se haría célebre por la serie de problemas económicos, financieros, políticos y sociales que caracterizaron su desarrollo, y , como irónicamente lo apunta el último premio Nobel de economía, para quien dichas dificultades nada tuvieron que ver con las agencias más agresivas del imperialismo norteamericano en esta parte del mundo, la mayoría de ellas se debe a malas decisiones políticas, malos gobiernos, “populismo macroeconómico” en clara alusión a los gobiernos de Chaves en Venezuela, Morales en Bolivia, y otros de igual factura, sin olvidar el “antiamericanismo” de esos que el Ex Presidente Ronald Reagan llamaba “países tan diferentes”, y tan reacios a las bondades del neoliberalismo.

Precisamente, uno de los ejemplos más conspicuos de lo que pudo ser capaz de realizar el neoliberalismo en nuestros países, lo constituye el mal llamado “Consenso de Washington”, el cual estaba constituido por un conjunto de medidas que, no sólo recuerdan las aristas más afiladas del panamericanismo de entre guerras, sino también a lo que puede llegar el imperialismo cuando se encuentra acorralado por su propia incapacidad para resolver los excesos del sistema económico.
Decía el Profesor Michael Reid, eminente “experto” en asuntos de América Latina del prestigioso The Economist de Londres, que ninguno de los puntos del Consenso de Washington fue jamás impuesto por ninguna de las instituciones que los estaba catapultando, pues el grueso de los resultados al que llegaron las economías latinoamericanas durante la década perdida de los años ochenta, fue producto de sus propias decisiones y nunca de imposiciones hechas por el FMI o el BM, con quienes más bien negociaron y a los cuales los gobiernos latinoamericanos siempre les fallaron. Habría que recordarle al Prof. Reid que en Costa Rica a los comisarios del Fondo Monetario Internacional se los declaró non gratos y se los expulsó del país, durante el gobierno del Ex Presidente Rodrigo Carazo Odio (1978-1982).

El punto de origen del Consenso de Washington, uno de los instrumentos mejor elaborados de los neoliberales del momento para retomar el control en la economía latinoamericana, estaba en la crisis de la deuda latinoamericana de 1982. De acuerdo con ellos, América Latina había estado viviendo hacía mucho rato por encima de sus posibilidades reales, con dinero prestado desde mediados de los años setenta. Sin embargo, algunos expertos latinoamericanos y banqueros extranjeros creyeron por un momento que la crisis de la deuda era un asunto pasajero, un ligero y transitorio problema de liquidez, hasta que su estallido en el caso de México, los puso frente a la evidencia de que se trataba de una de los eventos más serios que hubiera afectado a un solo país desde 1929.

Al inicio de los años ochenta, la economía mundial se topó de frente con una desagradable combinación de factores, entre los que estaban los altos precios del petróleo, un crecimiento lento y retardatario, inflación, tasas de interés crecientes, y una caída de los precios de las materias primas. Esta combinación, contribuyó mucho para que la crisis de la deuda fuera disparada, e hiciera cualquier proceso de recuperación sumamente difícil. Los años, como decíamos atrás, de vivir por encima de sus posibilidades reales, se habían acabado para América Latina.

De esta manera, la región se vio lanzada a una salvaje miríada de intentos para ajustar la situación. Algunos gobiernos, tomaron medidas para reducir con violencia las importaciones, el gasto público y la demanda interna, con lo cual pensaban impulsar las exportaciones para reducir la brecha del endeudamiento y así poder dar la talla con los acuerdos de readecuación del mismo. Esto tuvo un impacto inversamente proporcional en el flujo de dinero, pues el ingreso neto de capital promedió entre 1976 y 1981 unos $12 billones de dólares, y los egresos netos promediaron unos $26.4 billones durante los cinco años siguientes.

Para el latinoamericano de a pie un escenario así era realmente dramático, pues en 1986 el ingreso per cápita se acercó al 0.7% por debajo del alcanzado en 1982; y, para 1992, aún no había recuperado el nivel de los diez años anteriores. La inflación, un componente crónico en la historia económica reciente de América Latina, despegó sin precedentes, y la devaluación que la acompañó luego incrementó el precio de las importaciones. Los recortes presupuestarios fueron anulados por la recesión, la cual, a su vez, redujo los ingresos por impuestos, obligando a los gobiernos a imprimir dinero de manera impresionante.

La inflación promedio anual en unos 19 países de la región fue de 33% en 1970 y de 437% en 1980. Algunos de esos países experimentaron una devastadora hiperinflación, lo cual nos hace recordar que la inflación actúa como una especie de impuesto contra los pobres, pues los más ricos, si ahorran divisas, propiedades o valores, quedarán protegidos contra cualquier inestabilidad monetaria, pero los más desprotegidos carecen de cualquiera de estas alternativas. Una tasa inflacionaria de esta naturaleza crea una gran desconfianza contra los gobiernos, dispara los conflictos sociales, e impide la planificación financiera, los pactos sociales de cierta duración, y la toma de decisiones en el corto plazo, que beneficie a la mayor parte de la población.

Entonces, a mediados de los años ochenta se lanzaron una serie de propuestas que buscaban atacar este problema de manera estructural en países como Brasil, Argentina y Perú, con las cuales se buscaba quebrar la espiral inflacionaria y controlar más de cerca a los mecanismos monetarios y de precios. Se creía que gran parte de la situación inflacionaria inédita era debida a la insuficiencia de la demanda, y a la incapacidad de los productores para innovar. Se sabe, sin embargo, que para finales de la década, la situación había empeorado. Con este escenario, algunos gobiernos optaron por la salida más neoliberal posible, como en el caso de Chile, donde los éxitos económicos de la dictadura de Pinochet, le fueron atribuidos a la gran capacidad de la clase empresarial, a su talento para aprender de lo que estaba sucediendo en Asia, y a que toda la seguridad social fue sometida a revisión y a un desmantelamiento progresivo, en el que se fueron de por medio, líderes sindicales, organizaciones populares y partidos políticos ligados alguna vez con el Presidente Salvador Allende.
Este abandono de prácticas económicas en las cuales el Estado había jugado un papel esencial, hizo factible la promoción del famoso documento preparado por John Williamson, que recogió en diez puntos las aspiraciones neoliberales más sentidas por un conjunto de políticos, intelectuales, empresarios, economistas y técnicos que creían en la posibilidad de superar la situación económica y social que vivía América Latina, en aquel momento, a través de tres ejes vertebrales:
1.      La estabilidad macroeconómica.
2.    Desmantelar el proteccionismo y abrirse totalmente al comercio exterior, la competencia y la inversión extranjera.
3.      Reformar el papel del estado y reforzar el de los mercados con el fin de hacer más confiables su capacidad para reasignar recursos y capacidades.
Estos tres ejes serían el resultado de una estrategia compuesta por los diez puntos mencionados y que eran los siguientes:
1.    Déficit fiscal lo menor posible para que pudiera ser financiado sin acudir a tácticas inflacionarias.
2.    Gasto público redireccionado para reforzar la inversión en educación, salud e infraestructura.
3.     Reforma fiscal que ampliara la base impositiva y redujera sus tasas marginales.
4.     Liberalización financiera, con la intención de que fueran los mercados los que establecieran las tasas de interés.
5.  Una tasa de cambio uniforme lo suficientemente competitiva como para inducir el rápido crecimiento de las exportaciones no tradicionales.
6. Sustitución de las restricciones cuantitativas al comercio por tarifas, las cuales serían progresivamente reducidas hasta lograr una tarifa uniforme con un rango del 10% al 20%.
7.    Eliminación total de las barreras que impidan el ingreso de la inversión extranjera directa.
8.     Privatización de las empresas del Estado.
9.   Abolición de todas las restricciones para el ingreso de nuevas firmas extranjeras que pudieran competir con firmas nacionales, incluso en el nivel laboral.
10.  Provisión para proteger todos los derechos de propiedad, especialmente en el sector informal .
Este ideario neoliberal, apoyado en algunos de sus puntos, por organizaciones como la CEPAL, de supuesta trayectoria estructural y ortodoxa, haría saltar en pedazos a la economía Argentina, durante los años noventa, y produciría serias transformaciones políticas y sociales en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y Uruguay (recientemente también en El Salvador) calificadas de populistas por aquellos que vieron en el retorno de estos pueblos a la cuestión social y a una renovada participación del Estado, como la gran pérdida del terreno avanzado por los comisarios del capital, liderados por el ahora considerado obsoleto Fondo Monetario Internacional.

El Consenso de Washington, que bien podría ser llamado también Bretton Woods II, era la expresión neoliberal de un nuevo régimen financiero que habría surgido después de la crisis de 1975-1977, y que se extendería hasta los inicios de la crisis actual. Recordemos, al mismo tiempo, que Bretton Woods I, era el resultado del triunfo de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, que puso en sus manos el control de la estructura financiera internacional.

Para América Latina, este cambio de régimen marcaba la diferencia de haber aplicado un modelo perverso que separaba lo económico de lo social, ponía el énfasis sobre la estabilidad contra el crecimiento, y diferenciaba la responsabilidad de la justicia, creando una clase de desesperación social en nuestros países, que los condujo inevitablemente a buscar nuevos caminos y a retomar los viejos donde se habían detenido, debido a golpes de estado y dictaduras militares. Eran las dos caras de una misma moneda: de haber sido el campo de batalla experimental para las más exacerbadas expresiones del neoliberalismo, América Latina tenía ahora que enfrentar las consecuencias de su más sonado fracaso.

Para el año 2004, prácticamente, la nueva plataforma panamericanista de los Estados Unidos, el ALCA, estaba muerta, y se daba inicio así a una nueva era de gobiernos progresistas, de izquierda y centro-izquierda que pretendían iniciar una nueva era en la cual las abrumadoras diferencias económicas, sociales, políticas y culturales de la región podían ser superadas. Recordemos, finalmente, que el único país de América Latina y del Caribe, para el cual el neoliberalismo era extraño, fue Cuba, cuyo maltrecho socialismo tuvo que hacer las mejoras y modificaciones requeridas con tal de que la debacle soviética no se la tragara.

Para el 2002, en el mundo subdesarrollado, América Latina era la región donde el proceso de privatización había alcanzado niveles insospechados, tanto así como el 40% del total de las ganancias obtenidas fuera del mundo desarrollado. El proceso no sólo fue masivo en lo que respecta a su escala sino también con relación a su velocidad, pues, mientras Gran Bretaña vendía unas veinte firmas estatales en cuestión de diez años, en México se vendían ciento cincuenta en seis años. Con la excepción de Chile después de 1973, donde la velocidad y profundidad de la privatización durante la dictadura alcanzó niveles excepcionales, en el resto de América Latina, la estampida de la privatización arrasó con todo, durante los años noventa. La propiedad estatal y el control de los bancos, telecomunicaciones, petróleo, gas, petroquímicos, agua, transporte público y electricidad fueron parte de un botín festivo en países como México, Argentina, Brasil, Perú, Bolivia, Venezuela y Paraguay

Esta privatización no fue únicamente el producto de presiones externas, según se ha visto al hablar del Consenso de Washington, sino sobre todo de una nueva hornada de coaliciones del capital interno y externo que emergería en América Latina, poco después de la crisis de la deuda al empezar la década de los años ochenta. Para ello había que hacer importantes modificaciones al aparato de Estado, tal y como hubiera surgido después de la Segunda Guerra Mundial, y ello exigía igualmente una transformación a fondo de la estructura sindical, de las distintas estrategias de negociación laboral, así como de los partidos políticos, que volvían, algunos, a la vieja modalidad clientelista y caudillista del pasado.

Ahora bien, si la presente crisis del sistema capitalista mundial es el tiro de gracia a las prácticas neoliberales, ese es un asunto que todavía está por verse, pero hay algo que sí es tangible y que está empezando a mortificar a la mayoría de los grupos sociales dominantes en América Latina, nos referimos a la rearticulación de ciertas organizaciones de izquierda, que pudieran haber venido a menos debido a la gran capacidad represiva desplegada por las alianzas cívico-militares, que tiñeron de sangre a nuestros países durante los últimos treinta años del siglo veinte.  Pero este es un tema para otro momento.

IV. Conclusiones.
¿Era previsible esta crisis que ya tenemos encima, con toda su violencia y su injusticia? ¿Se veía venir desde que México, allá por 1995, nos diera los primeros indicios de lo que podría ser una nueva recesión de gran envergadura? Debemos tener algo bien claro: en la sociedad capitalista, los académicos, y especialmente los economistas al servicio del sistema, no tienen interés alguno en escamotear las crisis periódicas en que se hunde el mismo. Se vuelven apasionados y sumamente interesados en el estudio del fenómeno, al ritmo dictado por esa misma periodicidad, como si se tratara de un cometa que cada cierto tiempo, según la vieja creencia, se acercara a la Tierra y amenazara con su destrucción total.

Esos académicos, científicos sociales, humanistas, políticos, empresarios y estrategas políticos, sólo tienen interés en controlar la crisis, no en preveer sus efectos o desviarlos. Es que durante mucho tiempo ha estado meridianamente claro que las crisis son sumamente útiles al sistema capitalista. Le permiten, a sus promotores y merodeadores, sacar partido de la situación, y de la destrucción total que se produce, en todos los terrenos imaginables, buscan salir más fortalecidos y visionarios, nunca más previsores, para prepararse a recibir el nuevo impacto del cometa.

Hemos visto, a lo largo de este ensayo, que existe toda una teoría y un conjunto de métodos para estudiar el ciclo económico y sus crisis. Pero tales herramientas teóricas y analíticas, solo permiten un conocimiento libresco de la situación. La vivencia cotidiana de una realidad crítica con estas características, las dimensiones trágicas del escenario desplegado debido a la irresponsabilidad histórica de los dueños del poder y de la riqueza es de tal magnitud, que las implicaciones humanas son sólo perceptibles en el largo plazo.

No podía ser de otra forma, pues en el sistema capitalista quienes pagan el costo de la recuperación son precisamente los trabajadores. Sin embargo ellos, en cada crisis periódica pueden también variar su abanico de opciones políticas, y plantearse nuevas rutas y nuevas vías para que la crisis no los liquide. Así lo prueban las experiencias recientes de varios países de América Latina, donde el neoliberalismo, tal vez el principal responsable de todo este desmadre financiero, crediticio y económico, hizo todos sus esfuerzos y dio lo mejor de sí, para que la sociedad latinoamericana fuera una de las más desiguales del planeta.

Sin embargo, la mayor parte de estos gobiernos populistas latinoamericanos han tenido que negociar con las burguesías nacionales, para que el espacio de maniobra política no se les redujera y les impidiera impulsar los planes de trabajo que tenían pensados al servicio de las grandes mayorías. En esas negociaciones se han sacrificado una gran cantidad de conquistas de los trabajadores, aunque los avances en otros terrenos legitiman las medidas de recuperación nacional, a pesar de que dejan intacto el funcionamiento del sistema económico.

En América Latina la lucidez de algunos líderes políticos es suficiente como para dejarnos ver que, como decía Lenin, en épocas de crisis hay que construir utopías, para que las transformaciones posibles de la realidad produzcan la menor cantidad de situaciones traumáticas, las cuales, como siempre, serán bien aprovechadas por los dueños del capital. Hoy, en Bolivia, Venezuela, Brasil, y otros países con gobiernos de centro-izquierda, se intenta volver a las épocas cuando las personas eran más importantes que las mercancías. Dejémoslos crecer….ya veremos.

Pero entre tanto, habría qué preguntarse también lo que pueden haber estado haciendo Brasil, Argentina y México en el último encuentro del G-20 en Londres, cuando es bien sabido que la reestructuración del endeudamiento externo, la reactivación del crédito y el nuevo aliento que se espera dar a los flujos internacionales de capital, siempre perjudican a los países pobres. Pudiera ser que los grupos poderosos de esos tres países latinoamericanos busquen participar de las migajas que arrojarán los herederos de Bretton Woods, cuando se anuncia un “nueva era de prosperidad y progreso para los pueblos libres del planeta”. Tan estrecha y condicionada noción de libertad es la misma que ahora trae a la quinta cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago, el Presidente Obama de los Estados Unidos, heredero paniaguado de la tradición “clintoniana”, uno de los soportales del Consenso de Washington.


Para conjurar la profunda tristeza de su lamentable tradición histórica en materia diplomática, la burguesía costarricense se vuelve ahora una de las grandes abanderadas en favor de levantar el bloqueo contra Cuba, cuando nuestros gobiernos siempre jugaron el más nefasto papel de corifeos al servicio de Washington. Y más de cuarenta años de servilismo así lo prueban. Discutir sobre el bloqueo contra Cuba, sin que Cuba y  Puerto Rico estén presentes en la mencionada cumbre, sólo indican lo poco que han avanzado las clases dominantes en América Latina, cuando se trata de presentar un frente opositor común a los desmanes del imperio. Por eso, no debería sorprendernos la presencia de Brasil, Argentina y México en el foro del G-20, que terminó siendo el lacrimoso responso por la muerte del neoliberalismo. ¿Qué dirán entonces estos nostálgicos de nueva generación, a los nostálgicos que después de la muerte del socialismo real enjugaron sus lágrimas con el pañuelo de la restauración capitalista?.

0 comentarios:

Publicar un comentario