Introducción.
Hablar de crisis económicas hoy resulta tan baladí y, sin
embargo, al mismo tiempo, tan complejo, que escribir sobre el tema se hace
necesario en vista de la enorme cantidad de prejuicios, distorsiones y
frivolidad que predominan.
Para los griegos de la Antigüedad Clásica el concepto de
crisis invitaba a pensar inmediatamente en su superación, pues venía aspergeado
de una buena dosis de optimismo y, sobre todo, provocaba la reflexión hacia las
distintas posibilidades de superación que el concepto exigía. Aristóteles
hablaba de crisis cuando se trataba de fracturas en la racionalidad con que los
hombres pueden desenvolverse en los asuntos civiles. Para él la crisis quebraba
esa lógica y obligaba a los hombres a imaginar nuevas salidas, nuevas
alternativas para mejorar la solución de los problemas y los desacuerdos
sociales. Pero nunca pensó la crisis como una forma de quietismo, de
estancamiento. De tal forma que, con los griegos, aprendimos algo que en la
cultura occidental se ha olvidado por completo: la crisis exige cambio,
aproximarse a los asuntos de los hombres y de la sociedad con la fuerza de la
esperanza, y la absoluta confianza en el poder humano para resolver conflictos
y debates, criterios y argumentos distintos.
En tiempo de crisis por guerras, clima o enfermedad, el
griego se lanzaba a los torneos, al teatro, a la lucha libre y al deporte en
general, así como a los festivales de oratoria y artes dramáticas. Los romanos
exacerbaron los avances de los griegos y los substituyeron por el circo. El
peso específico del poder de la racionalidad y de la espiritualidad humana para
atender a las épocas de crisis cedió su lugar, en la Edad Media, al poder de
Dios. El feudalismo era un sistema económico y social en el que la fuerza de la
solidaridad era tal que se le dejaban a Dios la solución de las crisis, de aquí
su enfoque un poco más allá de la ética, y un poco más acá de la metafísica
aristotélicas. Se volvía contemplativo frente a las crisis, el hombre del
medioevo.
La burguesía, en cambio, más avariciosa que ahorrativa, más emprendedora que
reflexiva, obsesionada con la medición del tiempo y la cuantificación de sus
gastos convirtió a la crisis en una tragedia, porque era una tragedia que tenía
que ver con sus procesos y mecanismos de acumulación de riqueza. Y la
acumulación era la esp ina dorsal de ese sistema económico que vino al
mundo en la segunda parte del siglo XVI y que, hoy, entre los estertores y el
barullo de una crisis total, trata de hacer frente a sus limitaciones y de
salir adelante, no como lo hacían los griegos, en medio de la algarabía de la
esperanza, ni como lo hacían los monjes contemplativos medievales, en medio de
rezos y sahumerios, sino, todo lo contrario, sirviéndose del despojo y el
arrinconamiento del que menos tiene. Siempre se acumula a costa de otros, y,
cuando así no sucede, aparece la crisis, según la burguesía. Veamos por qué.
I. Descripción histórica de las crisis en el capitalismo.
Una de las características históricas más perceptibles del
capitalismo como sistema económico y en tanto que conjunto articulado de
procesos de civilización, es su inestabilidad. A lo largo de los siglos, ha
probado tener una enorme capacidad para lidiar con la incertidumbre, la
recurrencia, la circularidad y, al mismo tiempo, ha sabido producir y
reproducir los mecanismos más acerados de su existencia, como lo son la
acumulación de riqueza, la explotación de la fuerza de trabajo, la depredación
y una excepcional capacidad de reinvención ideológica cada vez que se encuentra
frente a frente con un estado sorpresivo de crisis.
Desde el momento de su eclosión histórica, en la segunda
mitad del siglo XVI, el sistema económico se abrió lugar a golpes y
trompicones, contra los últimos resabios de un régimen feudal que nunca se
acostumbró a depender tanto de la madre naturaleza para reproducirse a sí
mismo. Hasta la segunda parte del siglo XVIII las crisis económicas, más bien
de abastecimiento que otra cosa, fueron el resultado de un desenganche entre la
capacidad productiva de los hombres y la capacidad reproductiva de la
naturaleza. Crisis de antiguo régimen, de coyuntura, más bien focalizadas en
zonas específicas del mundo, en este caso en Europa, tenían que ver mucho con
los circuitos de la circulación de las mercancías, con el abastecimiento antes
que con la capacidad de consumo de los grupos humanos.
Entre la crisis de coyuntura, o crisis de inventario y la
crisis estructural no existen solamente diferencias de carácter teórico, que
podrían encontrarse en los libros de texto, existen diferencias que tienen que
ver con la ejecución histórica de sus posibilidades, perfectamente registradas
en la cronología dinámica del sistema capitalista. Pero, la forma más abstracta
de la crisis y, en consecuencia, la posibilidad formal de la misma, consiste en
la metamorfosis de la mercancía misma, en la separación entre compra y venta
implícita en su unidad, entre valor de cambio y valor de uso, entre dinero y
mercancía. Por eso, debemos dejar constancia de que, el primer análisis
sistemático del ciclo económico lo encontramos en Marx. Ni Ricardo ni la
escuela clásica habían llegado más allá de las simples observaciones
marginales, a tratar el tema de las fluctuaciones constantes de la acumulación
capitalista
Las dificultades, por otra, parte que presenta una teoría
general de la crisis y del ciclo económico vienen derivadas de la conocida Ley
de Say, según la cual cada oferta crea su propia demanda; de esta manera
cualquier crisis se ve simplemente como una perturbación temporal del ciclo
productivo, y no como un componente estructural de la naturaleza histórica del
sistema. El ciclo económico, por su lado, adquiere estatura teórica con Marx,
como hemos anotado, quien tempranamente en el siglo XIX describiría su
comportamiento decenal, y la naturaleza estructural de los desplomes recurrentes
del sistema. Su periodicidad decenal también ya había sido intuida por Marx y,
a pesar de que Clement Juglar (1819-1905) el conocido médico y estadístico
francés, había sostenido, alrededor de 1860, que era posible establecer ciclos
económicos con una periodicidad aproximada de entre 7 y 12 años, no era posible
olvidar que la mayor parte de los autores coincidían en que la presencia de las
crisis, fácilmente detectables, a todo lo largo del siglo XIX, poseían fechas
muy precisas: 1816, 1825, 1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873, 1893, 1896.
Tal nivel de precisión en la medición y cálculo de la
presencia de tales crisis se debía, en gran medida, a una mayor y mejor
comprensión de los factores productivos involucrados, como detonantes de las
mismas. La experiencia había enseñado que no era factible tener una
visualización justa y clara del comportamiento de las crisis, así como de su
periodicidad, si la dinámica interna de los procesos de industrialización no
estaba aislada. El problema de los precios, de los salarios, de los costos del
capital y del dinero, de los índices de transferencia tecnológica y otros, eran
componentes que debían ser individualizados, medidos y luego cuantificados para
establecer su impacto sobre mercados y capacidad productiva en algunas sociedades
industriales; particularmente en aquellas donde la Revolución Industrial había
traído consigo la incertidumbre de la crisis, pero no los ingredientes para su
comprensión y superación. Por eso el trabajo de Juglar fue esencial, porque la
historia de las crisis se puede partir en dos, antes y después de la fijación
teórica del ciclo. Antes, la crisis era entendida como una calamidad aislada.
Después, la crisis empezaría a ser estudiada como parte de la naturaleza
cíclica del sistema
Para Joseph Schumpeter (1883-1950), el ciclo es la forma
específica del desarrollo económico capitalista. En este él distinguía cuatro
grupos de factores de enorme importancia para poder establecer los distintos
niveles de inestabilidad del sistema económico, así como las distintas vías
hacia el equilibrio. El primer grupo estaba compuesto por factores externos,
como la demanda de los gobiernos por nuevo equipos militares, el segundo grupo
lo componían las modificaciones permanentes de la población, el tercero estaba
integrado por el ahorro y la acumulación, y el último estaba compuesto por la
capacidad innovadora del sistema
Para nuestro autor el último ingrediente era vertebral en el
desenvolvimiento capitalista hacia una economía de equilibrio, pues el peso de
la innovación descansa sobre las espaldas de hombres imaginativos, visionarios
para quienes la toma de decisiones viene medida por su osadía para correr
riesgos en épocas de inestabilidad. La teoría del riesgo en Schumpeter es un
hallazgo colateral a sus grandes intuiciones sobre el ciclo. Una vez
establecidos los conjuntos de factores a que nos hemos referido arriba, él
procede a medir la duración posible en que podrían operar articulados o no,
dependiendo, de nuevo, de los niveles de riesgo. Y encuentra que, a lo largo
del último siglo y medio, podrían establecerse tres tipos de ciclos: 1-ondas
largas de alrededor de 50 años (ciclos Kondratiev); 2-ciclos intermedios con
una duración de 7 a 12 años (ciclos Juglar); y 3-ciclos cortos de unos 48 meses
(ciclos Kitchin)
A pesar de las serias objeciones que se le han hecho al
ciclo Kondratiev, debido al sobre énfasis puesto sobre el material estadístico,
en virtud de que en los ciclos largos entran a jugar factores subjetivos de
enorme importancia, autores como Schumpeter lo tomaron muy en cuenta, para sus
propios cálculos y valoraciones sobre el ciclo productivo en el sistema
económico capitalista. Según Kondratiev, a partir de finales del siglo XVIII,
era posible verificar la presencia de dos ondas largas y una media, en el
trayecto de los precios y de la producción capitalista, cada una de ellas con
una duración de 50-60 años. La primera habría iniciado alrededor de 1780-1790,
con un punto culminante en 1810-1817, y un punto más aterrizado en los años
1844-1851. La segunda onda se habría extendido entre los años 1844-1851 y
1890-1896, con un punto pico en los años 1870-1875. La onda media por su lado
se habría extendido entre los años 1890-1896 y un punto de inflexión entre
1914-1920.
Según el autor ruso se puede establecer algún tipo de
relación entre los hechos sociales y el comportamiento del ciclo. Sostiene que
durante el período de expansión y crecimiento de las fuerzas económicas más
decisivas se producen las grandes guerras y revoluciones. Agrega, además, que
en los largos períodos de inflexión o recesión de los ciclos largos, se produce
un gran número de descubrimientos importantes y de invenciones en las técnicas
productivas y comunicativas, las que se aplican en masa durante la etapa de
ascenso del ciclo siguiente. Estas ideas le facilitaron a Schumpeter la
ampliación de su argumento sobre la importancia de la innovación, que apenas
mencionamos arriba.
El comportamiento de los ciclos largos viene medido por el
ritmo de las innovaciones; de esta manera el ciclo 1783-1842, abarca la
totalidad dinámica de la Primera Revolución Industrial; el ciclo 1842-1897,
comprende a los años del vapor y del acero, pero sobre todo a la época de la
“manía ferroviaria” en el mundo occidental y sus prolongaciones coloniales.
Finalmente, la media onda larga, que detona hacia 1897, es la onda de la
electricidad, la química y el automóvil
Ahora bien, desde la perspectiva del método, para la
economía y la historia económica de inspiración marxista, son fundamentales los
procesos de acumulación y de producción capitalista, antes que los problemas
relacionados con los precios y el comportamiento monetario de la economía
capitalista, más propios de los estudios realizados por analistas de formación
burguesa. Hacemos esta distinción porque en el estudio de las ondas largas del
sistema económico, son decisivas las estadísticas sobre la expansión y
contracción del mercado capitalista a escala mundial, en lo que compete a sus
ingredientes más estructurales, es decir, la acumulación y la producción de
mercancías
Por otro lado, hay ingredientes externos e internos en la
interrelación que podría establecerse entre diferentes ondas largas del sistema
económico, como hemos mencionado arriba, al hablar de que no todos los
componentes de una crisis o de una condición depresiva pueden medirse
estadísticamente. Ello facilita, sin embargo, que se puedan establecer
paralelismos entre la relativa hegemonía de Inglaterra en el mercado mundial en
el período 1848-1873, seguido de una depresión para los años 1873-1896; la
hegemonía de nuevo del imperialismo inglés en el período 1893-1914, prolongado
por una caída precipitada entre los años 1914-1940, y la fuerte hegemonía del
imperialismo norteamericano durante los años 1948-1966, continuado por un
deslizamiento irreversible desde entonces.
Por eso debe tomarse en cuenta que es de las interrupciones del ciclo económico
de donde el capitalismo toma sus impulsos para expandirse a nivel mundial,
antes que de las disfunciones de los mercados.
Con esto claro es posible hacer comparaciones entre las distintas expresiones
hegemónicas del imperialismo, para relacionar el comportamiento de los
mercados, la expansión internacional del capitalismo y el ciclo económico.
Para los países pobres, esos son aspectos esenciales, que
deben ser comprendidos en su justa medida, esto es, que el ciclo económico en
el centro, una vez ubicado en su fase depresiva, tiende a engullirse todo
aquello que se encuentra en la periferia; y que las relaciones capitalistas
dependientes no son únicamente el producto histórico de la expansión
imperialista, sino, por encima de todo, de las mal formaciones del sistema
económico, las cuales podrían ser explicadas y comprendidas en virtud de
nuestro mejor tratamiento del ciclo.
Si, por ejemplo, la depresión de 1825 es, en gran medida,
producto de la quiebra financiera de Gran Bretaña a raíz de sus excesos
inversionistas en América Latina, nadie podrá sostener jamás que la crisis se
haya iniciado aquí, sino, todo lo contrario, fue una crisis que tuvo su punto
de detonación en el relajamiento del sistema bancario y monetario inglés, que
sacudió también a la industria y al comercio por supuesto.
Lo mismo sucederá con las depresiones de 1847-1848 y, particularmente, con la
gran depresión de 1873-1896,
que, a la larga, se convertirá en la plataforma de experimentación teórica más
expedita, para que la economía burguesa cristalice su ruptura con la economía
política clásica, abriendo el camino hacia una economía de corte positivista y
cortoplacista.
Está de más anotar que el grueso de las crisis y de las
grandes depresiones que han impactado al sistema económico, durante los últimos
ciento cincuenta años, han encontrado su punto de partida en las grandes
economías industrializadas, centros financieros y punto de llegada de los
procesos de acumulación a escala mundial.
Si está claro, entonces, que el comportamiento cíclico del
sistema económico es inevitable, así como su tendencia general a experimentar
hundimientos, crisis y depresiones, para quienes diseñan estrategias e
instrumentos de contra peso en tales situaciones, no está igualmente claro el
punto de origen, y el trayecto que esta últimas puedan seguir.
Los marxistas, por ejemplo, alguna vez, creyeron que tales
perturbaciones podrían conducir al derrumbe histórico del sistema capitalista
como una totalidad, es decir, no sólo en sus niveles económicos y financieros,
sino también sociales, políticos y culturales. Estos analistas siguen
sosteniendo que las políticas económicas, coyunturales o estructurales, y la
propia modificación interna del sistema, pueden atenuar algunas manifestaciones
del ciclo, pero no pueden eliminarlo de raíz, como decíamos atrás, ya que forma
parte del carácter intrínsecamente contradictorio del sistema.
La caída de la tasa de ganancia, los problemas del subconsumo, y las
desproporciones en las que incurre el sistema económico, cuando se trata de
inversiones reproductivas y de ajustes sustanciales en la composición orgánica
del capital, siguen siendo los ingredientes ineludibles en el enfoque marxista
de la crisis y del ciclo, con los cuales se aspira a tener una comprensión más
acabada de las posibles respuestas políticas, sociales y culturales que se le
puedan oponer al sistema como un todo
Ya lo decía Manuel Castells en 1978: “La crisis que
sacude al mundo capitalista en los años setenta es multifacética: política,
ideológica y económica. En consecuencia, la única teoría susceptible de
explicarla será aquella que integre esos diferentes niveles de la realidad
social dentro de una perspectiva que entienda el desarrollo histórico como un
proceso contradictorio. La tradición marxista es, en nuestra opinión, la única
que intenta sintetizar el movimiento del capital y el proceso de cambio social,
según su determinación simultánea por la lucha de clases en la producción, el
consumo, el poder y los valores culturales”
Otras elaboraciones interpretativas se han preparado también
desde las tiendas de los neoclásicos y los keynesianos, para quienes la teoría
del ciclo aporta muy poco a la comprensión del por qué los instrumentos de
política económica fallan en un determinado momento. De aquí que se fijen tanto
en las dificultades de la oferta y de la demanda para atender el consumo, en la
relación precio-salario cuando las organizaciones sindicales no ejercen ning
una presión real sobre los mecanismos de la acumulación, o cuando
insisten obsesivamente en que la teoría del ciclo no explica los desajustes
monetarios en una economía industrializada y progresista. Este es el momento en
que, para estos teóricos, la gran depresión de 1929-1933 sigue siendo un
laboratorio de extraordinaria relevancia, para hacerse una idea sobre qué se
puede prever, analizar e instrumentar cuando la crisis hace su aparición. Pero
siguen evaluando el ciclo como una anomalía y no como un componente estructural
del sistema económico.
Para el ciclo 1972-1978, nos encontramos con una recesión
(1974-1975) que vendrá definida, de nuevo, por la superproducción de
mercancías, capitales y valores, de acuerdo con el ritmo seguido desde 1816 Fue una recesión que resumió muy bien el retroceso experimentado por las
economías capitalistas centrales, en la onda larga de expansión que las había
caracterizado, desde 1940 en los Estados Unidos, y desde 1948 en Europa y
Japón. La nueva onda larga sería definida, en el mediano y largo plazo, por una
tasa de crecimiento hasta un 50% menor a la de los años cincuenta y sesenta
Este deterioro de la acumulación haría que los gobiernos de
Ronald Reagan (1911-2004) en Estados Unidos y Margaret Thatcher (1925) en
Inglaterra se convirtieran en los puntales de las políticas neoliberales, que
liquidarían sin piedad muchos de los logros alcanzados por los trabajadores
desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, bajo el signo de mayo 68 en Francia y del triunfo de la
revolución en Viet-Nam (1975), el crecimiento de la capacidad de lucha de los
trabajadores organizados en Portugal, Italia, Inglaterra, España y México, iría
a darle nuevas dimensiones a la lucha de clases la cual, al calor de la crisis
económica del sistema, se exacerbaría y encontraría nuevos escenarios
revolucionarios en América Central y el Caribe.
Pero cuando las economías del capitalismo dependiente
latinoamericano hacían crisis debido a su deuda externa, durante los ochenta,
en gran parte adquirida para pagar la factura por los problemas con el
abastecimiento de combustibles, las economías metropolitanas, por su parte,
alcanzaban el punto álgido de su proceso de expansión desde la Segunda Guerra
Mundial, momento a partir del cual se volvía imparable el deslizamiento hacia
la situación actual, cuando, se suponía, el escenario era más beneficioso, pues
muchos de los problemas políticos, sociales e ideológicos de la llamada Guerra
Fría habían sido resueltos durante los años noventa.
Quedaba claro, de esta forma, que el sistema capitalista
tendría que darse a sí mismo las respuestas requeridas para readecuar los
procesos de acumulación, producto de una nueva división del trabajo cada vez
que el sistema entraba en crisis. Si desde 1945 la tasa de explotación se medía
por el predominio de la extracción de la plusvalía relativa, llegaría el
momento en 1980, cuando sería posible volver a hablar de tasas de explotación
de plusvalía absoluta, consideradas por mucho tiempo como típicas del
capitalismo decimonónico.
Con un escenario así era ineludible hallar un conjunto de
nuevas respuestas políticas y sociales al hecho de que, el capitalismo
emergente en los países del viejo socialismo, presentaba un nuevo desafío a las
tradicionales economías industrializadas abrumadas por un neoliberalismo sin
cortapisas. La década de los noventa, entonces, terminaría por prepararle la
tramoya al capital ficticio, con el cual los procesos de producción terminarían
por colapsar, abriendo el camino a una crisis financiera sin precedentes desde
la gran depresión de 1930
II. Problemas de teoría y método.
Al lector poco informado le cuesta distinguir entre ciclo y
crisis. Algunos economistas, por su parte, hacen todo lo posible por
confundirnos todavía más, puesto que les conviene a ellos, y a los sectores
sociales a quienes representan, que la gente de a pie no entienda de estas
cosas. Sentimos la crisis en cuanto visitamos el supermercado, cuando nos pagan
el mismo salario durante años y cada vez compramos menos alimentos, se nos hace
más difícil que nuestros hijos puedan estudiar, que podamos atender debidamente
nuestras deudas. Entre tanto los patronos, los políticos a sueldo y los
ideólogos gratuitos de la prensa argumentan que el problema es que los
trabajadores, los educadores, los estudiantes, no quieren hacer sus deberes,
simplemente, porque son una bola de holgazanes, los sindicatos son la guarida de
los corruptos y las huelgas la expresión de un inconformismo irracional y sin
sentido. En fin, ¡todo es culpa de los comunistas!
Pero la cuestión no es tan sencilla. Ya hemos visto en la
sección anterior que las crisis le convienen al sistema capitalista, y a su
clase social más representativa, la burguesía, los patronos, los dueños y amos
de los medios de producción. De tal forma que será inevitable un conflicto cada
vez que la productividad decae, o se genera una superproducción de mercancías,
valores o dinero, porque esa burguesía acusará a los trabajadores de ser los
culpables, pues sostiene que les está pagando muy bien, que tienen un montón de
derechos y que no cumplen con sus deberes a cabalidad. A la burguesía patronal
le aterroriza el descenso de la productividad, porque de esta forma se reduce
también su capacidad de acumulación de riqueza, para seguirse reproduciendo
como clase social, como grupo humano, con sus gustos, su forma de vida, sus
patrones culturales y sus lujos. Entre tanto, los trabajadores buscan
organizarse de la mejor manera posible, porque de lo contrario sus salarios
pueden reducirse física o nominalmente, pueden perder el empleo. La
contradicción emerge entonces, porque una crisis de superproducción es
acompañada de desempleo
Los ciclos de negocios, entonces, o ciclos industriales, o
ciclos económicos, todo depende dónde pongamos el énfasis, ya sea en la
actividad financiera, productiva o de realización de la cuota de explotación de
los trabajadores, ciclos cuya duración es relativa, como hemos visto, y por lo
cual han recibido distintos nombres, de acuerdo al estudioso que los haya
investigado con más detalle y atención, son ciclos que serán sacudidos
periódicamente por crisis que socavan una de las mayores aspiraciones de los capitalistas,
esto es, el equilibrio para seguir acumulando. Pero resulta que la historia ha
demostrado que, antes y después de una crisis, en el sistema capitalista nunca
ha existido equilibrio; éste no es más que una aspiración utópica de los ricos
y poderosos. De tal manera que, con frecuencia, al menos durante los últimos
cien años, el estado, al cual los capitalistas tanto critican, tiene que estar
interviniendo, como hoy lo hace el Presidente de los Estados Unidos, para
devolverle a la economía su “equilibrio”.
¿Equilibrio para qué o entre quiénes? Desde el siglo XVIII
se nos viene diciendo que en la medida en que cada individuo busque y satisfaga
sus propios intereses, la sociedad toda se verá beneficiada. Es la famosa “mano
invisible” según la cual, el sistema económico estará equilibrado, en el tanto
y cuanto cada persona se deje guiar por sus propios afanes. Pero esta tesis más
bien ha provocado grandes injusticias. Y sobre todo un tremendo desorden
económico, social, político, ideológico y jurídico. Resulta que con la “mano
invisible” hemos olvidado que el sistema capitalista reposa esencialmente sobre
una tremenda y devastadora avaricia. A lo largo de su historia, en el sistema
han aparecido pequeños grupos los cuales, armados de aparatos ideológicos,
ejércitos bien armados, y una tremenda voracidad por acumular riqueza, han
arrinconado al resto de la humanidad y la han reducido a niveles intolerables
de pobreza, humillación y necesidad.
El equilibrio que han buscado por siglos el señor patrono
burgués, terrateniente o comerciante, es aquel equilibrio que le permita
explotar, con la mayor libertad posible, a sus trabajadores, a los que contrata
por un salario con el cual puedan reproducirse como especie nada más, para que
lo continúen enriqueciendo. En algunos capítulos de esta historia, el
trabajador llegó a laborar hasta 16 horas diarias por salarios ridículos. Pero
los logros, arrancados a sangre y fuego, jamás concesión gratuita y amorosa de
los patronos, les permitieron a los trabajadores reducir la jornada laboral, y
atemperar los sacrificios que representa cotidianamente en sus vidas. Aunque en
ciertas partes del mundo subdesarrollado todavía persisten estas jornadas de
trabajo, hoy no se trabaja 16 horas diarias en algunas grandes ciudades; pero
la tecnología ha hecho posible que el producto que antes se obtenía en ese
tiempo, ahora se extraiga en la mitad, con un desgaste mayor para la sociedad
toda y las familias de los trabajadores particularmente.
En el ciclo económico, entonces, sea éste Kondratiev,
Juglar, Kitchin, Mandel, o Schumpeter, habrá siempre una etapa de despegue,
otra de auge, y una de descenso que, a veces, abre el camino a la crisis,
seguida con frecuencia, de un colapso o de una parálisis general de la
actividad productiva. El último ciclo, que se inicia allá por 1966, es en gran
medida, producto de los avances alcanzados por la economía norteamericana,
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando pasó a ser la locomotora de la
economía mundial.
Durante el siglo XIX fue la economía británica la que jugó
este papel. Pero, de acuerdo con el criterio decenal, el ciclo ha experimentado
cortapisas en 1977, 1989, 1997, y la última en 2009. Cada una de estas
interrupciones críticas de la acumulación, con el consabido descenso de la tasa
de beneficio, ha tenido su expresión ineludible en un crecimiento desmedido de
la tasa de desempleo. La relación directa que establece Schumpeter entre
índices de innovación tecnológica y crecimiento de la productividad, está
condicionada, a lo largo del ciclo, por la capacidad de acumulación y de
reproducción del sistema. Pero dicha relación directa puede ser desviada y
distorsionada por la intermediación financiera de un grupo de personas que no
produce nada, pero que se aprovechan habilidosamente de las crecidas tasas de
acumulación que aquella relación genera. Esta clase de actividades la lleva a
cabo el capital financiero, los bancos, las grandes transnacionales que
comercian y trafican con el conocimiento y el desarrollo acumulado por otros.
La economía norteamericana, entonces, literalmente
“empapela” con dólares al planeta, después de la última gran guerra y se
endeuda de forma descomunal, una deuda que debió ser saldada parcialmente
involucrándose en la guerra de Viet-Nam (1969-1975). Pero junto a la crisis del petróleo de 1973-1975, la crisis de la deuda externa
en América Latina en 1980-1984, la crisis por la llegada de los nuevos países
surgidos de la caída del socialismo en 1991, la crisis financiera de Asia en
1997, y la crisis por las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, el
sistema económico ha puesto en evidencia que la economía norteamericana ya no
es la locomotora que fue en el pasado, y desde finales de la década de los
setenta, cada vez es más cristalina una nueva regionalización imperialista, en
la que sobresalen Europa Occidental, Japón y China. Aún así sería ineludible
que la última crisis, esta en la que estamos inmersos, tuviera su punto de
partida en los Estados Unidos, debido a que en este país se encuentran la mayor
parte de los bancos y de las casas matrices que hicieron posible una globalización
financiera con la se tejió la red de intercambios que, a la larga, significó
también la trampa en la que está metido el resto de las economías del planeta.
III. La crisis actual. Orígenes y evolución.
Algunos economistas tienden a olvidar, con mucha facilidad,
que la ciencia social que han estudiado es eso precisamente, una ciencia
social, y buscan enfrascarse en discusiones peregrinas sobre los orígenes y
trayectoria de una crisis que cualquier hijo de buen vecino, más o menos
enterado, veía venir desde hacía rato. Todos los componentes ideológicos de las
humanidades salen a flote en esta clase de discusiones, y nos ayudan poco a
comprender el verdadero meollo de la cuestión. Otros, dichosamente, cumplen a plenitud con el propósito cierto de toda ciencia
social y humanística, es decir ayudar a la gente a entender mejor el mundo en
el que le ha tocado vivir.
En los pequeños países del capitalismo periférico como Costa
Rica se nota que algunas cosas están cambiando violentamente, porque casi de la
noche a la mañana, quiso saltar hacia el futuro de progreso y prosperidad
prometido por los ideólogos del neoliberalismo, orientando una parte importante
de su estructura económica hacia la producción, promoción y expansión del
turismo; pero, sin sorpresa, se encuentra hoy con que casi la mitad de sus
hoteles, playas y centros de recreación para turistas está vacía. Ese mismo
país se vio a sí mismo con el problema entre sus manos de que, habiendo sido
tradicionalmente agrario, un grueso importante de sus exportaciones de frutas
se ha contraído de manera decisiva. El desempleo lo está afectando, y con ello
la criminalidad se apura a superar el ritmo que traía, debido a la
desprotección de una legislación obsoleta para atender los nuevos retos que las
mafias internacionales le han planteado. Esas son algunas de las consecuencias
que la estrecha y paralizante dependencia de la economía norteamericana le ha
ocasionado a este pequeño país que se llama Costa Rica.
Mas esta serie de problemas económicos, los cuales tienen
repercusiones sociales, políticas y culturales importantes en nuestra
población, tienen un origen muy preciso. Estamos en crisis decimos: no hay
créditos porque el dinero es muy caro, o sea, las tasas de interés son muy
altas, se ha contraído la construcción de casas, los combustibles suben, la
comida cada día es más cara, a los jóvenes se les han reducido las
posibilidades de encontrar trabajo, en la profesión que tantos años de estudio
les ha tomado, y, finalmente, se corre el riesgo de perder el empleo, que se ha
vuelto el bien más preciado que tiene una persona hoy día. Pues bien, toda esta
situación, que tanta inseguridad e incertidumbre le producen al costarricense
promedio, procede de los Estados Unidos. Y veamos por qué.
La economía norteamericana salió excepcionalmente
fortalecida de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Incluso se dio el lujo de
crear instituciones que vigilarían el comportamiento del capitalismo financiero
de ahí en adelante, tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial, que fueron pensadas, en gran parte, para impedir que Estados Unidos
perdiera su hegemonía sobre el sistema económico mundial. Y se dio una época de
prosperidad sin precedentes en ese país, entre los años de 1948 y 1966 debida,
con mucho, a las fuertes inversiones de recuperación económica que los norteamericanos
habían impulsado en Europa y Asia, a través del mal conocido Plan Marshall. No
sólo llegó a ser el principal acreedor del planeta, sino que también las
mayores reservas de oro del mundo quedaron en sus manos.
Contra tanta riqueza, los Estados Unidos empezaron a emitir
masas descomunales de dólares, con los cuales prácticamente inundaron el
mercado mundial, una estrategia pensada para compensar los indicios de
contracción de su capacidad de pago en oro, debida a las demandas procedentes
de las economías europeas y asiáticas que buscaban reactivar y fortalecer sus
actividades bancarias y financieras. De esta forma, en la década siguiente, los
años setenta, el dólar entró en crisis, y aceleró una revisión del sistema
monetario y del sistema internacional de pagos. Con la guerra de Viet-Nam
(1969-1975), Estados Unidos intentó contra pesar el impacto que la situación
estaba generando en su capacidad de acumulación y en el proceso de reproducción
capitalista, puesto que la crisis del dólar (1974-1977) era simplemente el
síntoma de un mal mayor: la acerada tendencia que tiene la economía
norteamericana al sobre endeudamiento y al sobre consumo, a través de los
cuales se crea a sí misma cuellos de botella que son, finalmente, desbloqueados
por la economía internacional.
Es decir, Estados Unidos desvaloriza el dólar y de esta
manera les pasa la factura a las economías emergentes y dependientes o semi
coloniales.
La crisis de la deuda en América Latina (1980-1982) formó parte de este
proceso, con el cual la economía norteamericana buscó remontar sus propios
problemas financieros internos. Cuando, durante estos años, los países
latinoamericanos se declararon insolventes, fue porque las corporaciones
bancarias internacionales, con residencia en Estados Unidos, habían acelerado
el proceso de endeudamiento de estos países para financiar su propio patrón de
crecimiento. Esto no ha cambiado hasta el presente.
De acuerdo con los neoliberales dicha estrategia financiera
era perfectamente normal, puesto que, desde finales de los años setenta, venían
sosteniendo que la menor ingerencia del Estado en los negocios, era la actitud
más saludable para que deudores y acreedores saldaran sus desacuerdos sin
traumas ni conflictos escandalosos. Resulta, sin embargo, que el endeudamiento
externo hizo colapsar a la economía latinoamericana, provocando un retroceso
descomunal en áreas tan decisivas, socialmente hablando, como vivienda,
acueductos, educación y salud. El desplome de economías, otrora tan
progresistas como la argentina, la mexicana y la brasileña, fue un espectáculo
que dejó lecciones todavía insalvables, y que explican mayormente, el auge de
la economía social que se está operando en América Latina hoy.
Los años ochenta, por su lado, la década perdida en América
Latina, son también, al mismo tiempo, aquellos durante los cuales cristalizó
una readecuación importante de las economías hegemónicas a escala
internacional. Con su fracaso en la guerra de Viet-Nam, los Estados Unidos
tendrían que negociar con la vieja Unión Soviética y con China la distribución
geoestratégica que le esperaría al mundo del siglo XXI, donde una Alemania y un
Japón con nuevos bríos emergerían para participar, como en el pasado, en el
reparto del botín.
Igualmente en la URSS, con la Perestroika de 1984, tendría
lugar un ajuste de cuentas sin precedentes en la historia universal de los
imperios, pues se trataba del primero que cometía suicidio y repartía los
pedazos al mejor postor. En 1989, China también experimentaba la primera gran
sacudida de un modelo de desarrollo económico-social y político que empezaba a
operar en dos vertientes, no siempre armónicas, la economía y la
institucionalidad política, como se verá después, durante los años noventa,
cuando la restauración capitalista despegaba con consecuencias sociales todavía
por verse.
En la década siguiente, en los Estados Unidos, Gran Bretaña,
Japón y otras potencias industriales, así como en China, el nuevo “taller del
mundo”, se desataba un auge espectacular de la construcción, que solo hacía más
notoria una de las contradicciones históricas del sistema capitalista: el
problema de la sobre producción y el sub consumo. El sobre endeudamiento y el
sobre consumo, por su parte, como corolarios de aquella contradicción básica,
evidenciaban, que la llamada “burbuja financiera”, el capital ficticio, que no
siempre tiene relación directa con la economía real, era una nueva forma de
expresarse la sincronía alcanzada, a través de la globalización financiera, de
las economías centrales a escala mundial.
La crisis asiática de 1997 y el “efecto tequila”, procedente
de México en 1995, así lo hacían notar. En pocas palabras, lo que queremos
decir es que hoy, más que nunca antes, una crisis en el centro capitalista,
tiene efectos directos en las otras economías ancilares y periféricas del
sistema. Y para continuar hablando de burbujas, la “burbuja inmobiliaria” será
también uno de los detonantes de la crisis en Japón y México. Hubo momentos en
que en el centro de Tokyo un metro cuadrado de construcción costaba US$300,000.
Para construir, sin embargo, se requerían grandes masas de crédito, y para que
éste estuviera disponible se necesitaban ciertos patrones de consumo y
rentabilidad y ésta, a su vez, estaba en relación directa, supuestamente, con
la capacidad productiva de la economía que la hacía posible.
Pero, si el grueso del dinero en los bancos y financieras
norteamericanos es capital-dinero procedente de inversionistas asiáticos y
europeos, o de corporaciones multinacionales con sede en los Estados Unidos,
para hacerlo circular hay que pagarle elevadas tasas de interés al verdadero
propietario de tales capitales, con lo cual el sistema bancario norteamericano
se torna en uno de los más endeudados del planeta y su población asume igual
condición de endeudamiento.
En algún punto de la cadena crediticia, esta situación hará
crisis puesto que la capacidad productiva de la sociedad, sus patrones de
acumulación, quedarán por debajo de las demandas y expectativas del capital
financiero, de tal forma que la brecha se superará de forma ficticia acudiendo
al sobre consumo y estrangulando a la gente con préstamos y más préstamos…¡Es
la edad de oro de las tarjetas de crédito, de los automóviles de lujo del año,
de las grandes mansiones con piscina, de los viajes turísticos familiares a
carísimos hoteles en las playas de Costa Rica!
Con este escenario, era inevitable el colapso bancario. Pero
de la esfera financiera, la crisis se traslada rápidamente a la economía real,
donde la mayor parte de las empresas operan, crecen y se reproducen con dinero
prestado. Entonces, si se contrae el crédito, se reduce al mínimo la
contratación de nuevos trabajadores, o se despiden los que están empleados,
pues no hay forma de que la empresa continúe su reproducción. Y si no se
producen mercancías, el comercio exterior se contrae también, con lo cual la
economía roza los niveles de la depresión.
Estamos entonces frente a una espiral depresiva que ha sido
recurrente en la historia económica del sistema capitalista desde hace unos
ciento cincuenta años, según se vio en la sección anterior. Como ha sido igual
de recurrente el que estas situaciones críticas a quienes más perjudican es a
los trabajadores, que ponen los muertos en este proceso, pues los capitalistas,
para recuperar su capacidad de acumulación y reproducción, saquean la plusvalía
acumulada, y despiden a sus empleados o recortan sus salarios, se deterioran
las condiciones de trabajo, y los avances logrados por los trabajadores se
bloquean o se limitan considerablemente.
Por otro lado, esta nueva crisis contradice los postulados
de aquellos que sostenían que después del último evento similar en los años
setenta, las economías europea, asiática, la de los países emergentes, como los
del viejo socialismo, y la de los países dependientes o semi coloniales, no
iban a verse impactadas por el episodio tal y como se ha ido desplegando en los
Estados Unidos. Los procesos de globalización han globalizado, más que nunca,
los mecanismos de acumulación a escala mundial, y las economías están hoy, como
jamás lo estuvieron en el pasado, perfectamente sincronizadas. De tal forma que
la teoría del “desacople” carece de sustancia si pensamos en que, los Estados
Unidos continúan siendo, aunque precariamente, la locomotora de la demanda a
escala internacional, y cualquier catástrofe en los patrones de consumo de la
sociedad norteamericana, debería leerse como un derrumbe en los otros
componentes de la acumulación a escala internacional.
Si partimos del principio de que dos de las características
más notables del capitalismo del siglo XXI son precisamente un aumento
espectacular de la tasa de ganancia y la imposibilidad de una expansión de la
acumulación, que permita ampliar y profundizar los procesos de reproducción del
sistema, nos daremos de frente con el problema que representa para este último
el que la desvalorización del capital, y su consecuente incremento en la
extracción de plusvalor, impida la gestación de una nueva ola de modernización
capitalista, tal y como la había pensado Schumpeter en sus mejores ensueños.
Además, la caída del socialismo real, supuestamente, iba a lanzar unos 800
millones de nuevos consumidores sobre los bienes manufacturados por las
naciones industrializadas del viejo capitalismo, pero tal cosa sólo ha generado
una nueva ola de preocupaciones para países como Austria, España , Francia,
Alemania, Suiza y otros, quienes han prestado enormes cantidades de dinero a
los viejos aliados de la fenecida Unión Soviética; y en estados como Hungría,
la crisis ya asestó sus primeros golpes reduciendo de forma traumática su
capacidad de pago, con lo cual se reducen también las posibilidades reales de
la restauración capitalista en estas naciones.
La situación con China es igualmente aleccionadora. Este
gigantesco taller de manufacturas es el principal abastecedor comercial de
Europa y los Estados Unidos, tanto así como para que ciudades enteras hayan
surgido en menos de veinte años, en su totalidad estructuradas para alojar
principalmente a trabajadores extranjeros, procedentes de Hong Kong e
Indochina, y dedicarse por completo a la fabricación de juguetes por ejemplo.
La sobre acumulación en
China no ha tenido eco en su descomunal y lenta maquinaria política y
administrativa, y, aunque la expansión comercial ha posibilitado alguna
modernización de la estructura productiva, este país padece serios problemas
laborales y sociales que están al borde de provocar una explosión sin
precedentes en época de restauración capitalista, sobre todo en las ciudades
costeras, totalmente volcadas a la satisfacción del comercio internacional.
Por otro lado, aunque realmente nadie puede decir a ciencia
cierta qué fue lo que pasó con el experimento soviético, después de más de
ochenta años la única sensación real que queda de todo eso es que el régimen de
planificación central pudo haber fallado en todo, menos en el cálculo de larga
duración respecto a las orientaciones posibles de la teoría del valor, para
justificar la represión del consumo y una cotidianidad en la que no contaban
las opciones personales sino las preocupaciones estatales de largo plazo .
Es decir, la supuesta “acumulación socialista” en
países como China y la Unión Soviética nunca remontó los designios de la teoría
del valor y se agotó en el impulso de una estructura productiva que ponía el
énfasis sobre las cosas, antes que en las personas .
La producción y transferencia del excedente agrícola para
impulsar el desarrollo industrial, postulado clave del régimen de planificación
central, y todavía vigente en la mayor parte de los países que se declaran a sí
mismos como países socialistas, colapsaron en razón de los atajos burocráticos
que tomaba el mencionado excedente. Era así, como entre otros recursos, se
servía el socialismo burocrático de inspiración soviética para escamotear las
crisis, según ocurriera en los años treinta y setenta del siglo pasado.
Ahora resulta que la mayor parte de los países del viejo
socialismo real se han convertido en los principales clientes del crédito
generado en Europa Occidental, Estados Unidos y Asia, con lo cual todos los
mecanismos de la acumulación socialista se han transferido a una “nueva
acumulación primitiva”, que tiende a fortalecer los sectores secundario y
terciario, pero dejando intactos los lazos y relaciones de la vieja y corrupta
burocracia del socialismo fracasado.
La mayor parte de los grandes magnates que han surgido en
Rusia, Ucrania, la República Checa, Polonia, Hungría y otras de estas naciones,
está constituida por un grupo de funcionarios que asaltaron y cooptaron las
estructuras burocráticas del socialismo real casi inmediatamente después del XX
Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956, cuando Nikita
Kruschev (1894-1971) hiciera las denuncias sobre los atroces crímenes de Stalin
(1879-1953); una labor que esmeradamente se continuaría durante el régimen de
Brezhnev (1906-1982), y se coronaría con éxito total durante la pomposa
Perestroika impulsada por Gorbachov (1931- ), a partir de 1984 hasta el
colapso definitivo de la Unión Soviética en 1991. Todo esto prueba que el
socialismo burocrático estaba perfectamente bien preparado para recibir la
restauración capitalista, y asestar a la clase trabajadora, de paso, uno de los
golpes políticos más letales de que tenga memoria la historia social de los
últimos doscientos años.
Con el eufemismo de “países emergentes” se nos quiere vender
la idea de que la restauración capitalista fue todo un éxito en naciones como
Rusia, donde las quiebras y un sonado fracaso de la política monetaria,
impulsada por el Fondo Monetario Internacional, a finales de los años noventa
del siglo anterior, se sucedieron sin límite de consecuencias, estableciendo un
récord, pues los rusos no sabían lo que era una situación crítica desde los
años veinte, durante el llamado “comunismo de guerra”, para enfrentar a la
invasión extranjera, luego del triunfo de la revolución bolchevique. Todo para
convertirlos en los nuevos consumidores de mercancías, bienes de capital y
valores gestados en Alemania, Inglaterra, Austria, España y los Países
Escandinavos. De esta forma, un nuevo protagonista se unía a la sincronía
crítica que se venía preparando desde principios de la presente década.
Los nuevos recién llegados fortalecían así y daban sentido al triunfalismo
capitalista, que iría a estar presente en nuestra vida cotidiana a todo lo largo
de las últimas dos décadas.
Pero ni la crisis latinoamericana ni la asiática de los años
ochenta y noventa hicieron posible que los lugares centrales del capitalismo
avanzado se percataran de que algo mayor se avecinaba. México y Argentina, así
como Japón, posiblemente la nación capitalista asiática que experimentara las
mayores transformaciones imaginables entre 1953 y 1973, quedaron atrapados en
una espiral de endeudamiento, de la cual les iría a resultar sumamente difícil
escapar, antes de que terminara la primera década del siglo XXI; aunque Japón
daba algunos indicios de recuperación desde el 2003. Pero el camino recorrido
por América Latina, merece un análisis distinto, debido a las peculiaridades de
sus diversas formas de inserción en la economía mundial.
IV. Balance para América Latina.
No todos los intentos latinoamericanos de innovación en
política económica obtuvieron los resultados esperados, durante la crisis de
los años treinta. Y lo mismo podría decirse del centro, si recordamos el
nazi-fascismo en Alemania e Italia, España y Portugal, así como el
militarismo en Japón.
Pero las resemblanzas que se irían a operar con las dictaduras militares que
sacudieron a gran parte de los países de América del Sur, durante los años
setenta, no eran la pura coincidencia histórica, sino el resultado de que
muchas cosas seguían practicándose igual, a la vuelta de cincuenta años.
La gran depresión de 1930 fue un fenómeno importado que
afectó a la América Latina, al menos en cuatro aspectos esenciales:
1. Restricciones financieras
como resultado de las estrictas medidas monetaristas adoptadas por el gobierno
de los Estados Unidos en julio de 1928, las cuales provocaron la fuga de
capitales y la pérdida de las reservas obligando a los latinoamericanos a
desprenderse del patrón oro.
2. Contracción del comercio
internacional que dio como resultado la introducción de medidas proteccionistas
en la mayor parte de los países latinoamericanos.
3. Deterioro de los términos
de intercambio y un debilitamiento de los precios de las materias primas y de
los alimentos.
4. Una deflación generalizada
incrementó el peso de la deuda externa.
Esta secuencia de eventos, detonados mayormente por
decisiones y golpes de mano en los Estados Unidos, obligaron a los diseñadores
de política económica en América Latina, es decir, a los técnicos, expertos y
estrategas políticos, a tomar consciencia de la profunda dependencia de
nuestros países con relación a la economía norteamericana. Los supuestos
“científicos”, como se les conocía en la dictadura de Porfirio Díaz en México
(1876-1911), cuyos afanes de modernización fueron arroyados por el vendaval de
la revolución que los removió del poder, no encontrarían eco en una generación
posterior que aspiró esencialmente a marcarles el terreno a los empresarios
norteamericanos, de ahí en adelante. Quedaba claro, con la crisis del 30, que
en América Latina eran urgentes las medidas de política económica requeridas,
para sostener cierto margen de maniobra respecto a los aconteceres de la
economía mundial y particularmente de la estadounidense. Tales cambios de
estrategia serían apuntalados por modificaciones vertebrales en la política
monetaria, como el abandono del patrón oro.
Pero a lo largo del siglo XX, América Latina se haría
célebre por la serie de problemas económicos, financieros, políticos y sociales
que caracterizaron su desarrollo, y , como irónicamente lo apunta el último
premio Nobel de economía, para quien dichas dificultades nada tuvieron que ver
con las agencias más agresivas del imperialismo norteamericano en esta parte
del mundo, la mayoría de ellas se debe a malas decisiones políticas, malos gobiernos,
“populismo macroeconómico” en clara alusión a los gobiernos de Chaves en
Venezuela, Morales en Bolivia, y otros de igual factura, sin olvidar el
“antiamericanismo” de esos que el Ex Presidente Ronald Reagan llamaba “países
tan diferentes”, y tan reacios a las bondades del neoliberalismo.
Precisamente, uno de los ejemplos más conspicuos de lo que
pudo ser capaz de realizar el neoliberalismo en nuestros países, lo constituye
el mal llamado “Consenso de Washington”, el cual estaba constituido por un
conjunto de medidas que, no sólo recuerdan las aristas más afiladas del
panamericanismo de entre guerras, sino también a lo que puede llegar el
imperialismo cuando se encuentra acorralado por su propia incapacidad para
resolver los excesos del sistema económico.
Decía el Profesor Michael Reid, eminente “experto” en
asuntos de América Latina del prestigioso The Economist de Londres,
que ninguno de los puntos del Consenso de Washington fue jamás impuesto por
ninguna de las instituciones que los estaba catapultando, pues el grueso de los
resultados al que llegaron las economías latinoamericanas durante la década
perdida de los años ochenta, fue producto de sus propias decisiones y nunca de
imposiciones hechas por el FMI o el BM, con quienes más bien negociaron y a los
cuales los gobiernos latinoamericanos siempre les fallaron.
Habría que recordarle al Prof. Reid que en Costa Rica a los comisarios del
Fondo Monetario Internacional se los declaró non gratos y se los expulsó del
país, durante el gobierno del Ex Presidente Rodrigo Carazo Odio (1978-1982).
El punto de origen del Consenso de Washington, uno de los
instrumentos mejor elaborados de los neoliberales del momento para retomar el
control en la economía latinoamericana, estaba en la crisis de la deuda
latinoamericana de 1982. De acuerdo con ellos, América Latina había estado
viviendo hacía mucho rato por encima de sus posibilidades reales, con dinero
prestado desde mediados de los años setenta. Sin embargo, algunos expertos
latinoamericanos y banqueros extranjeros creyeron por un momento que la crisis
de la deuda era un asunto pasajero, un ligero y transitorio problema de
liquidez, hasta que su estallido en el caso de México, los puso frente a la
evidencia de que se trataba de una de los eventos más serios que hubiera
afectado a un solo país desde 1929.
Al inicio de los años ochenta, la economía mundial se topó
de frente con una desagradable combinación de factores, entre los que estaban los
altos precios del petróleo, un crecimiento lento y retardatario, inflación,
tasas de interés crecientes, y una caída de los precios de las materias primas.
Esta combinación, contribuyó mucho para que la crisis de la deuda fuera
disparada, e hiciera cualquier proceso de recuperación sumamente difícil. Los
años, como decíamos atrás, de vivir por encima de sus posibilidades reales, se
habían acabado para América Latina.
De esta manera, la región se vio lanzada a una salvaje
miríada de intentos para ajustar la situación. Algunos gobiernos, tomaron
medidas para reducir con violencia las importaciones, el gasto público y la
demanda interna, con lo cual pensaban impulsar las exportaciones para reducir
la brecha del endeudamiento y así poder dar la talla con los acuerdos de
readecuación del mismo. Esto tuvo un impacto inversamente proporcional en el
flujo de dinero, pues el ingreso neto de capital promedió entre 1976 y 1981
unos $12 billones de dólares, y los egresos netos promediaron unos $26.4
billones durante los cinco años siguientes.
Para el latinoamericano de a pie un escenario así era
realmente dramático, pues en 1986 el ingreso per cápita se acercó al 0.7% por
debajo del alcanzado en 1982; y, para 1992, aún no había recuperado el nivel de
los diez años anteriores. La inflación, un componente crónico en la historia
económica reciente de América Latina, despegó sin precedentes, y la devaluación
que la acompañó luego incrementó el precio de las importaciones. Los recortes
presupuestarios fueron anulados por la recesión, la cual, a su vez, redujo los
ingresos por impuestos, obligando a los gobiernos a imprimir dinero de manera
impresionante.
La inflación promedio anual en unos 19 países de la región
fue de 33% en 1970 y de 437% en 1980. Algunos de esos países experimentaron una
devastadora hiperinflación, lo cual nos hace recordar que la inflación actúa
como una especie de impuesto contra los pobres, pues los más ricos, si ahorran
divisas, propiedades o valores, quedarán protegidos contra cualquier
inestabilidad monetaria, pero los más desprotegidos carecen de cualquiera de
estas alternativas. Una tasa inflacionaria de esta naturaleza crea una gran
desconfianza contra los gobiernos, dispara los conflictos sociales, e impide la
planificación financiera, los pactos sociales de cierta duración, y la toma de
decisiones en el corto plazo, que beneficie a la mayor parte de la población.
Entonces, a mediados de los años ochenta se lanzaron una
serie de propuestas que buscaban atacar este problema de manera estructural en países
como Brasil, Argentina y Perú, con las cuales se buscaba quebrar la espiral
inflacionaria y controlar más de cerca a los mecanismos monetarios y de
precios. Se creía que gran parte de la situación inflacionaria inédita era
debida a la insuficiencia de la demanda, y a la incapacidad de los productores
para innovar. Se sabe, sin embargo, que para finales de la década, la situación
había empeorado. Con este escenario, algunos gobiernos optaron por la salida
más neoliberal posible, como en el caso de Chile, donde los éxitos económicos
de la dictadura de Pinochet, le fueron atribuidos a la gran capacidad de la
clase empresarial, a su talento para aprender de lo que estaba sucediendo en
Asia, y a que toda la seguridad social fue sometida a revisión y a un desmantelamiento
progresivo, en el que se fueron de por medio, líderes sindicales,
organizaciones populares y partidos políticos ligados alguna vez con el
Presidente Salvador Allende.
Este abandono de prácticas económicas en las cuales el
Estado había jugado un papel esencial, hizo factible la promoción del famoso
documento preparado por John Williamson, que recogió en diez puntos las
aspiraciones neoliberales más sentidas por un conjunto de políticos,
intelectuales, empresarios, economistas y técnicos que creían en la posibilidad
de superar la situación económica y social que vivía América Latina, en aquel
momento, a través de tres ejes vertebrales:
1. La estabilidad
macroeconómica.
2. Desmantelar el
proteccionismo y abrirse totalmente al comercio exterior, la competencia y la
inversión extranjera.
3. Reformar el papel del
estado y reforzar el de los mercados con el fin de hacer más confiables su
capacidad para reasignar recursos y capacidades.
Estos tres ejes serían el resultado de una estrategia
compuesta por los diez puntos mencionados y que eran los siguientes:
1. Déficit fiscal lo menor posible para que pudiera ser financiado sin acudir a
tácticas inflacionarias.
2. Gasto público redireccionado para reforzar la inversión en educación, salud e
infraestructura.
3. Reforma fiscal que ampliara la base impositiva y redujera sus tasas marginales.
4. Liberalización financiera, con la intención de que fueran los mercados los que
establecieran las tasas de interés.
5. Una tasa de cambio uniforme lo suficientemente competitiva como para inducir el
rápido crecimiento de las exportaciones no tradicionales.
6. Sustitución de las restricciones cuantitativas al comercio por tarifas, las
cuales serían progresivamente reducidas hasta lograr una tarifa uniforme con un
rango del 10% al 20%.
7. Eliminación total de las barreras que impidan el ingreso de la inversión
extranjera directa.
8. Privatización de las empresas del Estado.
9. Abolición de todas las restricciones para el ingreso de nuevas firmas
extranjeras que pudieran competir con firmas nacionales, incluso en el nivel
laboral.
10. Provisión para
proteger todos los derechos de propiedad, especialmente en el sector informal .
Este ideario neoliberal, apoyado en algunos de sus puntos,
por organizaciones como la CEPAL, de supuesta trayectoria estructural y
ortodoxa, haría saltar en pedazos a la economía Argentina, durante los años
noventa, y produciría serias transformaciones políticas y sociales en Brasil,
Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y Uruguay (recientemente
también en El Salvador) calificadas de populistas por aquellos que vieron en el
retorno de estos pueblos a la cuestión social y a una renovada participación
del Estado, como la gran pérdida del terreno avanzado por los comisarios del
capital, liderados por el ahora considerado obsoleto Fondo Monetario
Internacional.
El Consenso de Washington, que bien podría ser llamado
también Bretton Woods II, era la expresión neoliberal de un nuevo régimen financiero
que habría surgido después de la crisis de 1975-1977, y que se extendería hasta
los inicios de la crisis actual. Recordemos, al mismo tiempo, que Bretton Woods
I, era el resultado del triunfo de los Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial, que puso en sus manos el control de la estructura financiera
internacional.
Para América Latina, este cambio de régimen marcaba la
diferencia de haber aplicado un modelo perverso que separaba lo económico de lo
social, ponía el énfasis sobre la estabilidad contra el crecimiento, y
diferenciaba la responsabilidad de la justicia, creando una clase de
desesperación social en nuestros países, que los condujo inevitablemente a
buscar nuevos caminos y a retomar los viejos donde se habían detenido, debido a
golpes de estado y dictaduras militares. Eran las dos caras de una misma
moneda: de haber sido el campo de batalla experimental para las más exacerbadas
expresiones del neoliberalismo, América Latina tenía ahora que enfrentar las
consecuencias de su más sonado fracaso.
Para el año 2004, prácticamente, la nueva plataforma
panamericanista de los Estados Unidos, el ALCA, estaba muerta, y se daba inicio
así a una nueva era de gobiernos progresistas, de izquierda y centro-izquierda
que pretendían iniciar una nueva era en la cual las abrumadoras diferencias
económicas, sociales, políticas y culturales de la región podían ser superadas.
Recordemos, finalmente, que el único país de América Latina y del Caribe, para
el cual el neoliberalismo era extraño, fue Cuba, cuyo maltrecho socialismo tuvo
que hacer las mejoras y modificaciones requeridas con tal de que la debacle
soviética no se la tragara.
Para el 2002, en el mundo subdesarrollado, América Latina
era la región donde el proceso de privatización había alcanzado niveles
insospechados, tanto así como el 40% del total de las ganancias obtenidas fuera
del mundo desarrollado. El proceso no sólo fue masivo en lo que respecta a su
escala sino también con relación a su velocidad, pues, mientras Gran Bretaña
vendía unas veinte firmas estatales en cuestión de diez años, en México se
vendían ciento cincuenta en seis años. Con la excepción de Chile después de
1973, donde la velocidad y profundidad de la privatización durante la dictadura
alcanzó niveles excepcionales, en el resto de América Latina, la estampida de
la privatización arrasó con todo, durante los años noventa. La propiedad
estatal y el control de los bancos, telecomunicaciones, petróleo, gas,
petroquímicos, agua, transporte público y electricidad fueron parte de un botín
festivo en países como México, Argentina, Brasil, Perú, Bolivia, Venezuela y
Paraguay
Esta privatización no fue únicamente el producto de
presiones externas, según se ha visto al hablar del Consenso de Washington,
sino sobre todo de una nueva hornada de coaliciones del capital interno y
externo que emergería en América Latina, poco después de la crisis de la deuda
al empezar la década de los años ochenta. Para ello había que hacer importantes
modificaciones al aparato de Estado, tal y como hubiera surgido después de la
Segunda Guerra Mundial, y ello exigía igualmente una transformación a fondo de
la estructura sindical, de las distintas estrategias de negociación laboral,
así como de los partidos políticos, que volvían, algunos, a la vieja modalidad
clientelista y caudillista del pasado.
Ahora bien, si la presente crisis del sistema capitalista
mundial es el tiro de gracia a las prácticas neoliberales, ese es un asunto que
todavía está por verse, pero hay algo que sí es tangible y que está empezando a
mortificar a la mayoría de los grupos sociales dominantes en América Latina,
nos referimos a la rearticulación de ciertas organizaciones de izquierda, que
pudieran haber venido a menos debido a la gran capacidad represiva desplegada
por las alianzas cívico-militares, que tiñeron de sangre a nuestros países
durante los últimos treinta años del siglo veinte. Pero este es un tema
para otro momento.
IV. Conclusiones.
¿Era previsible esta crisis que ya tenemos encima, con toda
su violencia y su injusticia? ¿Se veía venir desde que México, allá por 1995,
nos diera los primeros indicios de lo que podría ser una nueva recesión de gran
envergadura? Debemos tener algo bien claro: en la sociedad capitalista, los
académicos, y especialmente los economistas al servicio del sistema, no tienen
interés alguno en escamotear las crisis periódicas en que se hunde el mismo. Se
vuelven apasionados y sumamente interesados en el estudio del fenómeno, al
ritmo dictado por esa misma periodicidad, como si se tratara de un cometa que
cada cierto tiempo, según la vieja creencia, se acercara a la Tierra y
amenazara con su destrucción total.
Esos académicos, científicos sociales, humanistas,
políticos, empresarios y estrategas políticos, sólo tienen interés en controlar
la crisis, no en preveer sus efectos o desviarlos. Es que durante mucho tiempo
ha estado meridianamente claro que las crisis son sumamente útiles al sistema
capitalista. Le permiten, a sus promotores y merodeadores, sacar partido de la
situación, y de la destrucción total que se produce, en todos los terrenos
imaginables, buscan salir más fortalecidos y visionarios, nunca más previsores,
para prepararse a recibir el nuevo impacto del cometa.
Hemos visto, a lo largo de este ensayo, que existe toda una
teoría y un conjunto de métodos para estudiar el ciclo económico y sus crisis.
Pero tales herramientas teóricas y analíticas, solo permiten un conocimiento
libresco de la situación. La vivencia cotidiana de una realidad crítica con
estas características, las dimensiones trágicas del escenario desplegado debido
a la irresponsabilidad histórica de los dueños del poder y de la riqueza es de
tal magnitud, que las implicaciones humanas son sólo perceptibles en el largo
plazo.
No podía ser de otra forma, pues en el sistema capitalista
quienes pagan el costo de la recuperación son precisamente los trabajadores.
Sin embargo ellos, en cada crisis periódica pueden también variar su abanico de
opciones políticas, y plantearse nuevas rutas y nuevas vías para que la crisis
no los liquide. Así lo prueban las experiencias recientes de varios países de
América Latina, donde el neoliberalismo, tal vez el principal responsable de
todo este desmadre financiero, crediticio y económico, hizo todos sus esfuerzos
y dio lo mejor de sí, para que la sociedad latinoamericana fuera una de las más
desiguales del planeta.
Sin embargo, la mayor parte de estos gobiernos populistas
latinoamericanos han tenido que negociar con las burguesías nacionales, para
que el espacio de maniobra política no se les redujera y les impidiera impulsar
los planes de trabajo que tenían pensados al servicio de las grandes mayorías.
En esas negociaciones se han sacrificado una gran cantidad de conquistas de los
trabajadores, aunque los avances en otros terrenos legitiman las medidas de
recuperación nacional, a pesar de que dejan intacto el funcionamiento del
sistema económico.
En América Latina la lucidez de algunos líderes políticos es
suficiente como para dejarnos ver que, como decía Lenin, en épocas de crisis
hay que construir utopías, para que las transformaciones posibles de la
realidad produzcan la menor cantidad de situaciones traumáticas, las cuales,
como siempre, serán bien aprovechadas por los dueños del capital. Hoy, en
Bolivia, Venezuela, Brasil, y otros países con gobiernos de centro-izquierda,
se intenta volver a las épocas cuando las personas eran más importantes que las
mercancías. Dejémoslos crecer….ya veremos.
Pero entre tanto, habría qué preguntarse también lo que
pueden haber estado haciendo Brasil, Argentina y México en el último encuentro
del G-20 en Londres, cuando es bien sabido que la reestructuración del
endeudamiento externo, la reactivación del crédito y el nuevo aliento que se
espera dar a los flujos internacionales de capital, siempre perjudican a los
países pobres. Pudiera ser que los grupos poderosos de esos tres países
latinoamericanos busquen participar de las migajas que arrojarán los herederos
de Bretton Woods, cuando se anuncia un “nueva era de prosperidad y progreso
para los pueblos libres del planeta”. Tan estrecha y condicionada noción de
libertad es la misma que ahora trae a la quinta cumbre de las Américas en
Trinidad y Tobago, el Presidente Obama de los Estados Unidos, heredero
paniaguado de la tradición “clintoniana”, uno de los soportales del Consenso de
Washington.
Para conjurar la profunda tristeza de su lamentable
tradición histórica en materia diplomática, la burguesía costarricense se
vuelve ahora una de las grandes abanderadas en favor de levantar el bloqueo
contra Cuba, cuando nuestros gobiernos siempre jugaron el más nefasto papel de
corifeos al servicio de Washington. Y más de cuarenta años de servilismo así lo
prueban. Discutir sobre el bloqueo contra Cuba, sin que Cuba y Puerto
Rico estén presentes en la mencionada cumbre, sólo indican lo poco que han
avanzado las clases dominantes en América Latina, cuando se trata de presentar
un frente opositor común a los desmanes del imperio. Por eso, no debería
sorprendernos la presencia de Brasil, Argentina y México en el foro del G-20,
que terminó siendo el lacrimoso responso por la muerte del neoliberalismo. ¿Qué
dirán entonces estos nostálgicos de nueva generación, a los nostálgicos que
después de la muerte del socialismo real enjugaron sus lágrimas con el pañuelo
de la restauración capitalista?.
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