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jueves, 19 de febrero de 2015

Cervantes: viva la muerte

Este año se cumple el cuarto centenario de la Segunda Parte de Don Quijote de la Mancha y un equipo de búsqueda se halla muy cerca de encontrar los restos de Miguel de Cervantes en el convento de las Trinitarias. Si las cuentas no fallan, hacia el 2336, cuarto aniversario de La casa de Bernarda Alba, es muy posible que encuentren el lugar exacto donde reposan los huesos de Federico García Lorca. A Cervantes los especialistas esperan reconocerlo por las heridas que sufrió en combate, los arcabuzazos que recibió en el brazo y en el pecho durante la batalla de Lepanto. En Lorca habrá que buscar, aparte de la rociada de plomo del fusilamiento y del tiro de gracia en la cabeza, aquel par de tiros en el culo que le habían pegado, según se jactaba uno de sus asesinos, “a ese poeta maricón”. Al parecer, a algunos grandes genios de la literatura española no les basta con el catálogo editorial para pasar a la posteridad: necesitan un historial forense.

Las diferencias, claro está, son obvias. Cervantes estaba muy orgulloso de sus heridas, como explica en el Prólogo al lector de la Segunda Parte del Quijote: “Lo que no he podido dejar de sentir es que se me mote de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o como si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. 

Lorca, en cambio, no tuvo tiempo ni ocasión de enorgullecerse de las suyas, pues lo mataron obedeciendo la consigna de un general franquista (“A ése dadle café, mucho café”), de noche y deprisa, tal y como profetizó en algunos de sus poemas. Hoy, mientras el alma de Lorca revolotea por las noches sin luna en algún osario indeterminado entre Víznar y Alfácar, todo el mundo, y muy especialmente sus herederos ideológicos, pueden visitar la insigne tumba de su matarife, Queipo de Llano, a los pies de la Macarena.

Es lógico, ya que el grito de guerra de aquel ejército golpista y homicida era “Abajo la inteligencia, viva la muerte”. Se lo chilló a la cara otro militar técnicamente analfabeto, Millán Astray, a otro de los grandes escritores españoles, Miguel de Unamuno, cuando el ilustre filósofo y rector de la Universidad de Salamanca tuvo el coraje de oponer su frágil voz de anciano a aquellas hordas de bárbaros guiados por curas y arzobispos.

Y así seguimos desde entonces, faltos de inteligencia y empapados en podre y agua bendita. En España, país fúnebre, mortuorio y cadavérico, siempre guardamos un lugar de honor para los mayores hijos de puta, digo, de patria, mientras que los auténticos genios, los que construyeron con su talento y su esfuerzo esa misma patria y la llevaron más allá de sus fronteras y su idioma, no se sabe muy bien dónde descansan. Así, no deja de ser curioso que en el madrileño Panteón de Hombres Ilustres, muy cerca de la basílica de Nuestra Señora de Atocha, falten los más ilustres de todos: Velázquez, Lope de Vega, Tirso de Molina, el Cid, Goya y Cervantes, entre otros. De Lorca, mejor ni hablamos y para visitar a Machado, mejor irse a francia


Mientras los ingleses guardan a los grandes genios de su historia (Newton, Livingstone, Haendel, Dickens, Kipling, Johnson) en la Abadía de Westminster, custodiando a príncipes y reyes, y mientras los franceses albergan a los suyos (Hugo, Zola, Voltaire, Rosseau, Marie Curie) en el Panteón de París, los españoles tenemos que conformarnos con velar a los nuestros en las cunetas, junto a los miles y miles de muertos sin nombre de la guerra civil, los abismos de huesos de las fosas anónimas y los miles de torturados y enterrados bajo la cal viva de las cárceles franquistas. Este es el país que fuimos, como dice en un verso magistral otro genio casi anónimo, Álvaro Muñoz Robledano. Este es el país que fuimos, que somos y que seremos, la España mariana. Donde la muerte está más viva que nunca.


David Torres‏

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