Los transgénicos, la minería, las
explotaciones petroleras o la privatización del agua provocan en América Latina
la resistencia de las comunidades afectadas por proyectos que, en aras del
desarrollo y el progreso, ponen en cuestión los modos de vida tradicionales.
Pero, ¿qué posibilidades de éxito tienen esas luchas y hasta dónde llega su
legitimidad?
Un año y medio después del inicio
del acampe en Malvinas Argentinas que ha bloqueado la construcción de una
planta de maíz transgénico en Córdoba, unos pocos activistas mantienen con vida
el acampe que consiguió en 2013 sabotear el proyecto de la multinacional
estadounidense Monsanto de convertir la provincia en “el centro estratégico de
la industria maicera en la región”, como afirmaba la corporación en su página
de Internet. La planta se proyectó con una vasta área de 27 hectáreas y una
inversión de 1.500 millones de dólares y, según sus promotores, tendría
capacidad para procesar y embolsar 60.000 toneladas de semillas de maíz
transgénico al año.
Monsanto aterrizó en Malvinas
Argentinas con el apoyo de los gobiernos municipal, provincial y nacional y con
una doble promesa, empleo y progreso: 400 nuevos puestos de trabajo en una
localidad de población mayoritariamente obrera. Pero los cordobeses no estaban
conformes, así que se organizaron –Asociación Malvinas Lucha por la Vida,
Madres de Ituzaingó Anexo, Acampantes– y transmitieron sus reclamos al gobierno
municipal, al provincial, a la Casa Rosada, a la Justicia. Se les cerraron los
caminos, así que decidieron acampar. Sostienen que tuvieron que hacer frente a
patotas de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA)
que, dicen los activistas, no representan a los trabajadores, sino intereses
espurios de los líderes gremiales. Por el momento, han tenido éxito: las obras
siguen paradas.
Lo que muchos cordobeses no le
perdonan a Cristina Fernández de Kirchner es que hizo públicos los planes de
Monsanto para Malvinas Argentinas en Nueva York, durante una reunión del
Consejo de las Américas, una organización que promueve el libre comercio en el
continente. Apenas cuatro días antes había comenzado en la capital cordobesa un
juicio pionero: se sentaron en el banquillo dos productores de soja y el
propietario de una de las avionetas que, durante años, fumigaron con glifosato
campos cercanos al barrio Ituzaingó Anexo, en las afueras de Córdoba. Hablamos,
claro, de la soja transgénica que inventó Monsanto, resistente al herbicida más
vendido del mundo, el Roundup, hecho a base de glifosato y agroquímicos. El
juicio, que terminó con dos sentencias a tres años de prisión condicional,
llegaba después de diez años de movilización de organizaciones vecinales como
las Madres de Ituzaingó, con Sofía Gatica a la cabeza; ellas afirmaban que las
fumigaciones con glifosato estaban detrás de las elevadas tasas de cáncer,
malformaciones genéticas y muertes de recién nacidos en el área. Monsanto
siempre ha defendido que “no hay evidencia” de estas relaciones; los activistas
han mostrado estudios independientes que sí encuentran ese nexo.
Pareciera que el gobierno es
firme en su apuesta por el modelo sojero. Con la ayuda financiera del Banco
Interamericano de Desarrollo, Argentina está inaugurando varios centros de
investigación científica para patentar sus propias variedades de semillas ,
mientras en el Congreso está paralizado el trámite de una ley que avanzaría
sobre la privatización de las semillas, lo que, entre otras cosas, redundaría
en más regalías para Monsanto.
Conflictos socioambientales
El que enfrenta a estos
colectivos cordobeses con la mayor multinacional semillera del globo es
sólo uno de los muchos conflictos socioambientales que han recrudecido con la
consolidación del modelo extractivista en la región. La socióloga y escritora
Maristella Svampa define el extractivismo como un modelo económico “basado en
la exportación de bienes primarios a gran escala” (hidrocarburos, minería,
alimentos, biocombustibles) que ha consolidado “un estilo de desarrollo
neoextractivista que genera ventajas comparativas, visibles en el crecimiento
económico, al tiempo que produce nuevas asimetrías y conflictos sociales,
económicos, ambientales y político-culturales. Tal conflictividad marca la
apertura de un nuevo ciclo de luchas, centrado en la defensa del territorio y
del ambiente, así como en la discusión sobre los modelos de desarrollo y las fronteras
mismas de la democracia”.
Según el
Atlas Global de Justicia Ambiental (EJOLT, en su sigla en inglés) lanzado en 2014 , esta nueva conflictividad social se debe a la demanda creciente de energía y recursos naturales; el Atlas ha contabilizado y documentado 300 en América Latina; sobre todo, en Colombia (72), Brasil (58), Ecuador (48), Argentina (32), Perú (31) y Chile (30). La mayor parte de los mismos tiene que ver con el agua, la minería, la deforestación y los residuos tóxicos, y afecta sobre todo a las comunidades más vulnerables: periferias urbanas y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. “Cada día surgen nuevos proyectos extractivos, y cada día se articulan nuevas luchas en defensa del territorio”, sostiene Lucio Cuenca, director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA) con sede en Santiago de Chile. Para Cuenca, el modelo extractivista que se ha consolidado en la región supone “una nueva forma de colonialismo”, en la que “las garantías a las inversiones de las transnacionales son en desmedro de los derechos de la ciudadanía, y especialmente de las comunidades más vulnerables”.
Atlas Global de Justicia Ambiental (EJOLT, en su sigla en inglés) lanzado en 2014 , esta nueva conflictividad social se debe a la demanda creciente de energía y recursos naturales; el Atlas ha contabilizado y documentado 300 en América Latina; sobre todo, en Colombia (72), Brasil (58), Ecuador (48), Argentina (32), Perú (31) y Chile (30). La mayor parte de los mismos tiene que ver con el agua, la minería, la deforestación y los residuos tóxicos, y afecta sobre todo a las comunidades más vulnerables: periferias urbanas y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. “Cada día surgen nuevos proyectos extractivos, y cada día se articulan nuevas luchas en defensa del territorio”, sostiene Lucio Cuenca, director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA) con sede en Santiago de Chile. Para Cuenca, el modelo extractivista que se ha consolidado en la región supone “una nueva forma de colonialismo”, en la que “las garantías a las inversiones de las transnacionales son en desmedro de los derechos de la ciudadanía, y especialmente de las comunidades más vulnerables”.
El EJOLT muestra tendencias
preocupantes, como la creciente impunidad de las empresas y la persecución de
los líderes comunitarios. Pero hay señales para la esperanza: como enfatiza
Cuenca, también es creciente la “toma de conciencia” sobre el impacto
socioambiental de este modelo de desarrollo, y la capacidad de organización de
las resistencias. Según el EJOLT, en un 17% de los casos, las organizaciones
sociales tienen éxito: han logrado paralizar un proyecto o ganar un juicio.
Arquitectura de la impunidad
Lo que organizaciones sociales
como el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL), el OLCA o
Censat Agua Viva en Colombia ponen de relieve es que las violaciones de
derechos humanos a las que se ven expuestas estas comunidades –despojadas de sus
tierras o del acceso al agua limpia, perseguidas y amenazadas y, en países como
Colombia, víctimas de la violencia de los grupos paramilitares– no son
excepciones, sino un modo de proceder habitual y sistemático de estas
corporaciones, que actúan con impunidad gracias a los favorables marcos legales
que les proporcionan tanto en los países donde tienen su sede (ver recuadro)
como en los países de destino de sus inversiones, en competición constante por
atraer inversiones extranjeras directas (IED).
“Son empresas fraudulentas que,
además de violar los derechos humanos de quienes resisten estos proyectos,
reacomodan legislaciones, marcos regulatorios e inclusive la legislación sobre
delitos contra la salud pública y el ambiente”, subraya el doctor Mauricio
Berger, investigador del CONICET sobre conflictos ambientales en América
Latina. Pone como ejemplo de la acción de lobby de las empresas la reforma del
Código Penal argentino: el artículo 204 del anteproyecto pierde el principio
precautorio, pues, donde antes se hablaba de “poner en peligro la salud
humana”, ahora se habrá de demostrar que haya “grave peligro para la salud
humana” .
Hay una realidad incuestionable:
los ricos son cada vez más ricos, y utilizan ese poder económico para influir
en el poder político. A través del lobbying han consolidado la Lex Mercatoria,
un Derecho Comercial Global muy favorable a los intereses de las
transnacionales, mientras que la legislación internacional de derechos humanos
no cuenta con mecanismos de efectivo cumplimiento.
Las corporaciones disuelven sus responsabilidades en códigos de conducta
voluntarios y acuerdos no vinculantes, como el Pacto Global de la ONU, que
siguen la senda de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE). En la práctica,
la falta de mecanismos efectivos de punición permite la vulneración sistemática
de los derechos de las comunidades afectadas por los megaproyectos extractivos,
una situación que, en países como Colombia, se torna sangrienta: “La mayor
parte de las multinacionales en Colombia comete crímenes de lesa humanidad como
una práctica habitual. Son per se organizaciones criminales, que se basan en la
información de los servicios de inteligencia, utilizan sistemáticamente el
soborno y la coacción e imponen su modelo económico con el apoyo de las bacrim
[los grupos paramilitares]”, asegura Pedro Ramiro, coordinador del OMAL, que ha
investigado los impactos de Repsol y Unión Fenosa en Colombia. Y ahí están las
cifras: la organización Somos Defensores registró en 2013 un total de 366
agresiones, incluyendo 78 homicidios; fueron asesinados 17 líderes comunales,
15 campesinos, 14 indígenas, 6 líderes de víctimas y 5 comunitarios, 5 de
restitución de tierras y 5 dirigentes sindicales.
El problema de fondo es el
aumento sin límites de un poder corporativo que actúa con total libertad e
impunidad. Algunas corporaciones tienen
más poder que muchos Estados: según el informe Estado del poder 2014, realizado
por la red de investigadores Transnational Institute (TNI), 40 de las 100
mayores economías del mundo son corporaciones. Los primeros lugares los ocupan
Walmart, Royal Dutch Shell y ExxonMobil; de hecho, las corporaciones de
petróleo y gas siguen ocupando siete de los diez primeros puestos del ranking.
Más preocupante es la concentración del capital: el estudio de TNI concluye que
el 1% de las empresas transnacionales –en su mayoría, entidades financieras–
controla el 40% de los negocios mundiales. Una situación de oligopolio de la
que no escapa, por ejemplo, un sector tan vital como el de la alimentación.
Poner límites a esa impunidad
creciente es el principal objetivo de la Campaña Global para Desmantelar el
Poder Corporativo y Poner Fin a la Impunidad (conocida en inglés como Stop
Impunity). Creada en 2012 con el apoyo de más de 600 organizaciones sociales y
redes de 95 países, ha sido clave para que llegue a Naciones Unidas la
propuesta de un tratado internacional que supervise el respeto de los derechos
humanos por parte de las compañías multinacionales. Con el apoyo explícito de
Ecuador y Sudáfrica y el rechazo frontal de Estados Unidos y de la Unión
Europea, el Consejo General de la ONU aprobó la iniciativa en junio de 2014 y
se marcó un plazo de dos años para constituir un grupo de trabajo en esa línea.
El tratado que proponen las organizaciones sociales incluye
un posicionamiento claro contra la privatización de los bienes comunes y las
patentes de recursos básicos y de uso común, como las semillas y las plantas
medicinales, y ofrece alternativas a la lógica del gran capital, como la
promoción de la agroecología y la gestión comunitaria de los bienes comunes.
Disputa por una nueva conciencia
Un interrogante clave es hasta
qué punto un grupo de personas tiene derecho a obstaculizar proyectos que
redundarían, según argumentan las empresas y los gobiernos, en beneficio de
toda la nación. Es decir, el interés de las comunidades afectadas versus el
interés general. Para Mauricio Berger, la cuestión es otra: “No se trata sólo
de una comunidad de afectados que rechaza ser zona de sacrificio, sino de una
red de funcionarios públicos, académicos, activistas, profesionales y
organismos que intentan hacer una valla de contención frente al avasallamiento
de las corporaciones sobre una muy débil institucionalidad ambiental que
resguarde derechos, que sostenga garantías para las poblaciones afectadas y
para toda la biodiversidad”. Porque, subraya: “Aunque el Estado es, en general,
connivente con los intereses de las empresas, siempre hay fallos judiciales en
sentido contrario y funcionarios luchando por lo público. Al menos existe el
conflicto: sin eso, sería el poder omnímodo de las transnacionales”. Y en este
sentido la disputa por el conocimiento, en las universidades y en los medios de
comunicación, es una cuestión clave.
Para el antropólogo colombiano
Arturo Escobar, vivimos en un momento de transición, “entre un mundo definido
en términos de modernidad y sus corolarios (el desarrollo y la modernización)
[…] y una nueva realidad (global) que es aún difícil de asir”.
El modelo extractivista se sostiene sobre el concepto de desarrollo, que es,
dice Escobar, “un proyecto tanto económico (capitalista e imperial) como
cultural”. Al otro extremo, aunque no exento de tensiones y contradicciones, el
post-desarrollo “significa la creación de un espacio/tiempo colectivo” que
busca un nuevo principio organizador de la vida que no sea la idea del progreso
y el crecimiento económico hasta el infinito.
Si la realidad “había sido
colonizada por el discurso del desarrollo”, estos nuevos movimientos sociales
vendrían a descolonizar las mentes y traer semillas de otros mundos posibles
que ya existen en las lógicas no capitalistas de las comunidades indígenas y
campesinas. La propuesta de Escobar es “pensar más allá del Tercer Mundo”, es
decir, más allá de la colonialidad y de una modernidad que ha silenciado
prácticas y visiones que no eran funcionales a las estructuras del poder
capitalista; y eso supone, entre otras cosas, que los pueblos latinoamericanos
se reapropien de sus recursos, de sus economías, de sus formas de estar en el
mundo.
Ottawa y las mineras canadienses
La responsabilidad del “Estado de
residencia”
ha mapeado más de 200 conflictos en la región; y
entre el 70 y el 90% de las empresas que están detrás de esos proyectos son
canadienses. La pregunta es, entonces, qué responsabilidad le cabe al país
norteamericano en esos conflictos, por acción u omisión. Un grupo de
organizaciones latinoamericanas –entre ellas, el Observatorio Latinoamericano
de Conflictos Ambientales (OLCA) y el Colectivo de Abogados José Alvear
Restrepo (CAJAR) de Colombia– conformaron en 2010 el Grupo de Trabajo sobre
Minería y Derechos Humanos en América Latina y estudiaron el impacto de 22
proyectos de mineras canadienses en 9 países latinoamericanos; presentaron los
resultados de su investigación en el informe El impacto de la minería
canadiense en América Latina ,
presentado en abril de 2014 ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Entre esos impactos, el informe
enumera destrucción de ecosistemas, desplazamientos forzados, militarización de
los territorios y destrucción de las economías y culturas locales. Las
organizaciones responsables del informe afirman que Ottawa brinda a sus
empresas apoyo económico, político y diplomático, y pone obstáculos a la
investigación de denuncias contra estas empresas; además, en 2009 Canadá
implantó una legislación que reserva a las mineras apenas códigos éticos de
carácter voluntario. Por eso piden responsabilidades al “Estado de residencia”,
esto es, quieren que las corporaciones sean procesadas en el país de origen por
acciones realizadas en otros países. Es la primera vez que la CIDH aborda la
cuestión, tan espinosa como urgente, de la responsabilidad del “Estado de
residencia”.
“Es un debate necesario, pero muy
complicado, por las aristas que implica la extraterritorialidad, pero también
por la responsabilidad que cabe imputar al resto de entidades privadas que
forman parte de la cadena de producción, empezando por los bancos que financian
esos proyectos”, explica Marcelo Saguier, investigador del Área Internacional
de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). “Además, en las
legislaciones de los países no suelen estar tipificadas muchas situaciones que
tienen que ver con la vulneración de los derechos ambientales o colectivos de
las comunidades afectadas”, añade Saguier.
Nazaret Castro es
periodista, residente en Buenos Aires/San Pablo. Autora de la investigación
«Cara y cruz de las multinacionales en América Latina», publicada por Fronterad, y cofundadora
del proyecto Carro de
Combate.
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