Cuando se trata de las noticias
sobre Arabia Saudí, la ejecución de Nimr al-Nimr –clérigo chiíta opositor– ha
encabezado recientemente los titulares de la prensa; poco asombro ha habido.
Está claro que el avejentado rey Salman bin Abdulaziz al-Saud y su hijo
favorito –de 30 años–, Mohammed bin Salman, el nuevo ministro de Defensa que ya
ha involucrado a su país en una clásica guerra-atolladero en Yemen, han hecho
todo lo posible para que la muerte del clérigo se convierta en una provocación
regional.
El nuevo liderazgo saudí incluso rechazó entregar el cuerpo del
ejecutado a sus familiares para que lo sepultaran y en cambio lo enterró junto
con los más de 40 sospechosos de ser terroristas de al-Qaeda ajusticiados al
mismo tiempo. En otras palabras, después de muerto, al-Nimr fue dejado en
incómoda compañía. Esto puede ser interpretado como un insulto que va más allá
de su sepultura. El provocativo mensaje escondido en el anuncio de su ejecución
es tan obvio que Irán, donde predomina el chiísmo, muchedumbres de seguidores
de la línea dura religiosa en ese país (con sus propias políticas de horrendas
ejecuciones) se apresuraron a incendiar la embajada Saudí en Teherán. En los
días que siguieron, mientras los saudíes rompían relaciones diplomáticas con
Irán, acabó una fracasada tregua en Yemen (rápidamente, durante el bombardeo a
ciegas de una casa fue alcanzada también la embajada iraní en Saná) y Arabia
Saudí llamó a los países vecinos de profesión sunní para que también rompieran
sus vínculos con Irán o al menos los redujeran; toda la exasperada región fue
noticia a medida que crecían los temores de una guerra.
El 10 de septiembre de 2001,
¿presagiaría alguien que el corazón petrolero del planeta se convertiría en una
década y media en una airada mezcolanza de países fallidos, feroces luchas
sectarias y étnicas, diseminación de grupos terroristas y el primer “califato”
de la historia? Si en una reunión de entendidos y expertos usted hubiese
sugerido que Arabia Saudí, uno de los países más estables del mundo, un día
podía empezar a perder cohesión, Libia colapsaría, Siria dejaría de existir e
Iraq se transformaría en una tierra partida en tres, habría hecho reír a todos.
Por eso, la reciente intensificación de tal estado de situación, que involucra
a dos países con enormes reservas de energías fósiles es sin duda una noticia
importante, aunque no quizá la más importante de la región.
Mi propio pronóstico podría ser
una historia que pasó mayormente desapercibida en Estados Unidos. Sentada
encima de una de las reservas de crudo más grandes del planeta y obteniendo el
73 por ciento de sus ingresos de la venta de petróleo (estos ingresos han
bajado un 23 por ciento este año), la familia real saudí acaba de aumentar un
40 por ciento el precio de la gasolina en el surtidor. A pesar de que para los
estándares internacionales continúa siendo baratísima, este hecho –que es como
cobrar por el agua salada en medio del océano – es un indicador de
que está pasando algo sorprendente. Tenga en cuenta que los gobernantes de esa
monarquía están pensando en recortar en los próximos años otros subsidios
similares: “electricidad, agua, gasóleo y kerosene”. Para decirlo de otro modo,
el mayor productor de petróleo, un país de una riqueza asombrosa (y reservas de
divisas extranjeras,) ya no se siente cómodo regalando la gasolina a su
población, a pesar incluso de que esto forma parte de un arreglo al que se
llegó hace muchos años para asegurar la paz en el reino.
El porqué de esto poco tiene que
ver con Irán, Siria, Yemen, Iraq o el Estado Islámico. El problema es más
fundamental, tal como nos lo explica Michael T. Klare, experto en energía e
integrante regular deTomDispatch. El problema es el precio del crudo, que
en los últimos 18 meses ha caído en picado. En cierto sentido, el negocio del
petróleo –con su constelación de gigantescas empresas de la energía, hasta hace
poco tiempo entre las más rentables de la historia, y sus países productores,
que hasta muy recientemente marchaban muy bien– puede acabar siendo, en
relación con los recursos naturales, el equivalente a un estado fallido; como
Klare lo expone palmariamente, la cambiante economía del petróleo transformará
el rostro político de nuestro planeta. Por lo tanto, no quite el ojo de Arabia
Saudí. Ciertamente, las cosas podrían ponerse muy feas allí.
* * *
Agitación política en un tiempo
de bajos precios de la energía
Mientras acababa 2015, muchas
empresas de la energía en el mundo estaban rezando para que el precio de crudo
rebotara en el fondo del abismo, restaurando así la normalidad de los últimos
50 años: un mundo centrado en el petróleo. Sin embargo, todo indica que en 2016
continuará la depreciación del “oro negro”; de hecho, esta tendencia podría
mantenerse en la segunda década del siglo y aún más allá. Dada la centralidad
del petróleo (y de los beneficios económicos que el crudo produce) en la
ecuación de poder mundial, esta situación se traducirá en una profunda reorganización
del orden político, una reorganización en la que países productores de petróleo
–desde Arabia Saudí hasta Rusia– perderán importancia y peso geopolítico.
Pongamos las cosas en
perspectiva: no hace tanto tiempo –en junio de 2014, para ser más exactos– el
petróleo Brent, referencia mundial para el crudo, se vendía a 115 dólares el
barril. En ese entonces, los analistas del ramo de la energía supusieron que en
el largo plazo el precio se mantendría bien por encima de los 100 dólares y que
podía subir poco a poco a niveles todavía más impensables. Estos presagios
animaron a las empresas petroleras más grandes para invertir miles de millones
de dólares en lo que dio en llamarse reservas “no convencionales”: el petróleo
en el Ártico, las arenas bituminosas de Canadá, las reservas marinas a gran
profundidad y el petróleo en formaciones de roca de esquisto (shale). En ese
momento, parecía obvio que cualesquiera que fuesen los problemas técnicos y los
costos de extracción, más temprano que tarde esas reservas de crudo
proporcionarían excelentes beneficios. Importaba poco que el costo de
explotación de esas reservas pudiera llegar a los 50 dólares por barril, o más.
Sin embargo, ahora el crudo Brent
se está vendiendo a 33 dólares el barril, es decir, a la tercera parte del
precio que tenía hace 18 meses, el umbral de rentabilidad de cualquier
emprendimiento con “petróleo difícil”. Incluso peor, en un escenario facilitado
recientemente por la Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas
en inglés), los precios podrían no alcanzar el nivel 50 a 60 dólares hasta los
años veinte de este siglo ni regresar a los 85 dólares el barril hasta 2040. En
el mundo de la energía, esto es equivalente a un monstruoso terremoto –un preciomoto–
que no solo condena muchos proyectos de “petróleo difícil” que ya están en
marcha sino también algunos otros de empresas (y gobiernos) que se han
arriesgado más allá de sus posibilidades.
La evolución actual del precio
del crudo tiene implicaciones obvias para las mayores empresas del sector y
todos los negocios secundarios –fabricación y provisión de equipo, operadores
de torres de perforación, transporte marítimo, empresas de catering, etcétera–
que dependen de ellas para su existencia. También amenaza con un profundo giro
en las vicisitudes geopolíticas de los principales países productores de
energía. Como resultado de ello, muchos de ellos, entre ellos Nigeria, Arabia
Saudí, Rusia y Venezuela ya están viviendo problemas económicos y políticos
(por ejemplo, las sacudidas por las que está pasando Nigeria por la caída del
precio del petróleo son una ayuda para el grupo terrorista Boko Haram).
Una tormenta perfecta
Generalmente, el precio del
petróleo se va para arriba cuando la economía mundial es robusta, la demanda
aumenta, los abastecedores bombean crudo al más alto nivel y la capacidad de
almacenar excedentes es escasa. Por el contrario, tienden a bajar –como ahora–
cuando la economía mundial se estanca o decae, la demanda de energía se
debilita, los abastecedores clave no son capaces de frenar la producción en
consonancia con la caída de la demanda, los excedentes de crudo se acumulan y
el abastecimiento futuro parece garantizado.
En los alegres años del boom del
ladrillo, los primeros de este siglo XXI, la economía mundial era próspera, la
demanda aumentaba sin cesar y muchos analistas presagiaron un inminente “pico”
en la producción mundial [de petróleo] al que seguiría una significativa
escasez. Lógicamente, el precio del Brent se puso por las nubes; en julio de
2008 llegó al record de 143 dólares por barril. Con la quiebra de Lehman
Brothers, el 15 de septiembre del mismo año y el consiguiente derrumbe de la
economía global, la demanda del petróleo se evaporó y ese diciembre el precio
bajó hasta los 34 dólares.
Con fábricas cerradas y millones
de trabajadores en el paro, la mayor parte de los analistas asumieron que los
precios permanecerían bajos durante cierto tiempo en el futuro. Por lo tanto,
imagine el lector la sorpresa del mundo del petrolero cuando, en octubre de 2009,
el crudo Brent subió hasta los 77 dólares el barril. Apenas dos años más tarde
–febrero de 2011–, otra vez superó el listón de los 100 dólares, donde
prácticamente se mantuvo hasta junio de 2014.
Eran varios los factores que
explicaban esta recuperación del precio del crudo, ninguno más importante que
lo que pasó en China, donde las autoridades decidieron estimular la economía y
para ello invirtieron con fuerza en infraestructura, sobre todo carreteras,
puentes y autopistas. Añádase la incitación a la posesión personal del coche en
la clase media urbana del país; el resultado fue un vigoroso aumento de la
demanda de combustibles. Según el gigante del petróleo BP, entre 2008 y 2013,
el consumo de petróleo en China dio un salto del 35 por ciento, de ocho millones
de barriles por día a los 10,8 millones. Y China no hizo más que mostrar el
camino: rápidamente, países en desarrollo como Brasil e India le siguieron
justamente en un momento en el que la extracción en muchos yacimientos de
petróleo convencional en el mundo había empezado a decaer. De ahí la carrera
hacia las reservas “no convencionales”.
Este era más o menos el panorama
a comienzos de 2014 cuando de pronto el péndulo del precio del crudo empezó a
oscilar en la dirección contraria, cuando la producción en los yacimientos no
convencionales de Estados Unidos y Canadá empezaba a hacer sentir su presencia
por todo lo alto. Súbitamente, la producción de crudo en EEUU, que había caído
de los 7,5 millones de barriles por día en enero de 1990 a apenas 5,5 millones
en enero de 2010, empezó a aumentar hasta llegar a unos sorprendentes 9,6
millones en julio de 2015. Casi todo el petróleo extra había sido extraído en
las formaciones “shale” de North Dakota y Texas. Canadá experimentó un salto
similar en la producción, debido a que la fuerte inversión en la explotación de
la arena bituminosa empezó a surtir efecto. Según BP la producción canadiense
de petróleo trepó desde los 3,2 millones de barriles por día en 2008 hasta los
4,3 millones en 2014. No olvidemos que la producción también se elevó en, entre
otros lugares, en las explotaciones profundas en el océano Atlántico, tanto en
Brasil como en el oeste de África, que justamente entonces entraban en liza. En
ese mismísimo momento, sorprendiendo a muchos, un Iraq destrozados por la
guerra consiguió levantar su producción en cerca de un millón de barriles
diarios.
La suma de todo esto fueron unos
guarismos asombrosos, pero la demanda ya se había quedado atrás. En buena
medida, el paquete de estímulos de China estaba agotado y la demanda de bienes
manufacturados chinos se estaba ralentizando, debido al débil o inexistente
crecimiento económico en Estados Unidos, Europa y Japón. De una impresionante
tasa de crecimiento anual del 10 por ciento en los 30 años anteriores, China
pasó a una tasa anual de un dígito. Pese a que se espera que la demanda de
petróleo de este país se mantenga en aumento, ya no será nada parecido al ritmo
de los últimos años.
Al mismo tiempo, el incremento de
la eficiencia en el uso de los combustibles en Estados Unidos –el principal
consumidor del mundo–, empezó a notarse en el panorama global de la energía. En
lo más álgido de la crisis económica de este país, cuando la administración
Obama rescató a General Motors y Chrysler, el presidente forzó un acuerdo con
las principales automotrices para establecer un conjunto de normas de
eficiencia que ha reducido notablemente la demanda de petróleo en EEUU. En el
marco de un plan anunciado por la Casa Blanca en 2012, la eficiencia media en
el uso de combustibles de los coches y vehículos ligeros fabricados en Estados
Unidos llegará en 2025 a 4,34 litros por cada 100 kilómetros recorridos [54,5
millas por galón], lo que redundará en una reducción de la expectativa de
consumo de petróleo del orden de los 12.000 millones de barriles de aquí a
entonces.
A mediados de 2014 estos
factores, y otros, han confluido para producir una “tormenta perfecta” en la
contención del precio [del crudo]. En ese momento, muchos analistas creían que,
como había pasado antes, los saudíes y sus aliados de la Organización de Países
Exportadores de Petróleo (OPEP) responderían disminuyendo la producción para
sostener los precios. Sin embargo, el 27 de noviembre de 2014 –Día de Acción de
Gracias, en EEUU– la OPEP frustró esas expectativas, aprobando el mantenimiento
de los cupos de producción de los países de la organización. Un día después, el
precio del crudo cayó otros cuatro dólares; el resto es historia.
Una perspectiva deprimente
A principios de 2015, muchos
ejecutivos de las empresas petroleras tenían la esperanza de que esos datos
cambiaran pronto y que los precios volverían a subir. Pero acontecimientos
recientes han derrumbado esas expectativas.
Además de la continuación de la
desaceleración económica de China y el repentino aumento de la extracción en
América del Norte, el factor más significativo del poco prometedor panorama del
petróleo –que ahora se extiende sombríamente a todo el 2016 y más allá– es la
categórica resistencia saudí a cualquier propuesta de reducir su producción o
la de la OPEP. El pasado 4 de diciembre, por ejemplo, los integrantes de la
OPEP votaron una vez más a favor de mantener los cupos de producción en el
nivel actual y, al mismo tiempo, bajar el precio del crudo en otro 5 por
ciento. Como si esto no fuera suficiente, en estos momentos Arabia Saudí ha
aumentado su producción.
Se han dado varias razones para
explicar la resistencia de los saudíes a la reducción de la producción de
crudo, entre ellas el deseo de castigar a Irán y Rusia por su apoyo al régimen
de al Assad en Siria. Según el punto de vista de unos cuantos analistas de la
industria del petróleo, los saudíes se ven a sí mismos mejor posicionados que
sus rivales para aguantar un precio bajo en el largo plazo debido a su menor
costo de producción y a la protección dada por las enormes reservas de la OPEP.
Aunque la explicación más probable, que ya fue adelantada por los propios
saudíes, es que están tratando de mantener un contexto de precios en el que los
productores estadounidenses y otros operadores de crudo no convencional sean
expulsados del mercado. “No hay dudas sobre esto; la caída de los precios de
los últimos meses ha hecho que los inversores dejen de pensar en los
combustibles de alto costo de extracción, entre ellos el petróleo no convencional
de Estados Unidos, el de aguas profundas y los crudos pesados”, le dijo un
funcionario saudí a Financial Times la última primavera.
A pesar de los esfuerzos de los
saudíes, la mayor parte de los principales productores estadounidenses, se han
adaptado a un entorno de precios bajos, reduciendo costos de explotación y
abandonando las operaciones no redituables, aunque también muchas empresas más
pequeñas se han declarado en quiebra. Como resultado de todo esto, la
producción estadounidense de crudo, unos 9,2 millones de barriles por día, es
ligeramente mayor que la de hace un año.
En otras palabras, aun a 33
dólares el barril, la producción continúa superando a la demanda global y
parece muy poco probable que los precios aumenten en un futuro cercano.
Especialmente desde que, entre otras cosas, tanto Iraq como Irán continúan
incrementando su producción. Con el Estado Islámico perdiendo terreno poco a
poco en Iraq y la mayor parte de los yacimientos petrolíferos más importantes
todavía en manos del gobierno de Bagdad, se espera que la producción del país
continúe su espectacular crecimiento. De hecho, algunos analistas pronostican
que la producción iraquí podría triplicarse en los próximos 10 años desde los
actuales tres millones de barriles por día hasta los nueve millones.
Durante años la producción iraní
de petróleo ha estado maniatada por las sanciones impuestas por Washington y la
Unión Europea, que le impedían tanto exportar crudo como importar del mundo
occidental la más avanzada tecnología de perforación. Ahora, gracias al acuerdo
nuclear con Washington, esas sanciones se están levantando. Según la
Administración de información sobre la Energía de Estados Unidos (USEIA, por
sus siglas en inglés), la producción iraní podría alcanzar los 600.000 barriles
diarios en 2016 y aún más en los años siguientes.
Solo tres acontecimientos
posibles podrían alterar el actual contexto de precios para el petróleo: una
guerra en Oriente Medio que eliminara a uno o más de los principales
abastecedores de combustibles; que Arabia Saudí decidiera reducir su producción
para aumentar los precios; que se produjera un repentino aumento de la demanda
mundial.
La perspectiva de otra guerra
entre, digamos, Irán y Arabia Saudí –dos potencias que se odian en este mismo
momento– nunca se puede descartar; aunque no se cree que ninguno de ellos tenga
la capacidad ni el deseo de arriesgarse a acometer semejante empresa. Dada la
caída en picado de los ingresos del gobierno de Teherán, que los saudíes
decidan reducir la producción para incrementar los precios es algo más probable
antes que después; sin embargo, los saudíes han expresado más de una vez su
determinación respecto de no dar un paso en ese sentido, ya que eso
beneficiaría a los mismos productores que ellos quieren eliminar, es decir,
quienes explotan el crudo no convencional en Estados Unidos.
La eventualidad de un súbito
aumento de la demanda parece ciertamente improbable. No solo que la actividad
económica continúa ralentizándose en China y en muchas otras partes del planeta;
además hay un inconveniente que debería preocupar a los saudíes al menos tanto
como todo ese crudo no convencional que se está extrayendo en América del
Norte: el petróleo está empezando a perder parte de su atractivo.
Mientras los nuevos ricos de
China e India continúan comprando coches movidos por derivados del petróleo –si
bien es cierto no al ritmo vertiginoso que se predijo alguna vez– un cada vez
mayor número de consumidores de los países industriales tradicionales está
mostrando su preferencia por los coches híbridos o eléctricos, y por los medios
de transporte alternativos. Por otra parte, a medida que crece en todo el mundo
la preocupación por el cambio climático, cada vez más jóvenes urbanitas están
optando por una vida sin coches y se mueven en bicicleta o con el transporte
público. Además, el empleo de energías renovables –solar, eólica e hidráulica–
está en aumento y lo hará aún más rápidamente en este siglo.
Estas tendencias han propiciado
que algunos analistas presagien que la demanda global de petróleo pronto
llegará a un pico al que le seguirá un periodo de descenso del consumo. Amy
Miers Jaffe, director del programa de energía y sustentabilidad de la
Universidad de California, en Davis, ha sugerido que la combinación del
crecimiento de la urbanización y el avance tecnológico en materia de renovables
reducirá espectacularmente la demanda futura de crudo. “Cada vez más, las
ciudades de todo el mundo están tratando de conseguir el sistema más
inteligente de transporte público y al mismo tiempo penalizar y restringir el
uso del coche particular. Las nuevas generaciones de Occidente ya han optado
por la urbanización, la eliminación del viaje de cada día y el interés por la
propiedad del coche personal”, escribió ella el año pasado en el Wall Street
Journal.
Cambio de la ecuación mundial del
poder
Muchos países cuya obtención de
fondos depende en buena parte de la exportación de petróleo y gas natural y han
conseguido una gran influencia como exportadores de petróleo ya estás
experimentando una significativa erosión en su importancia relativa. Sus gobernantes,
reforzados en otros tiempos por los altos ingresos proporcionados por el
petróleo –lo que significaba dinero para gastar y comprar popularidad–, ahora
están cayendo en desgracia.
Es el caso de Nigeria, por
ejemplo, donde el 75 por ciento de sus ingresos provienen de la exportación de
crudo; de Rusia, el 50 por ciento; y de Venezuela, el 40 por ciento. Con el
petróleo a un tercio del precio que tenía hace 18 meses, los ingresos del
Tesoro en los tres países se han desplomado y, con ello, la posibilidad de
acometer iniciativas ambiciosas.
En Nigeria, la disminución del
gasto del Estado más la rampante corrupción han desprestigiado al gobierno del
presidente Goodluck Jonathan y dado lugar a la feroz insurgencia de Boko Haram,
haciendo que el electorado nigeriano lo abandonara en las últimas elecciones e
instalara en su lugar a un ex jefe militar, Muhammadu Buhari. Desde que asumió
su cargo, Buhari ha prometido acabar con la corrupción, aplastar a Boko Haram y
–en un claro signo de los tiempos– diversificar la economía para reducir la
dependencia del petróleo.
Venezuela ha pasado por un shock
político similar como consecuencia de la caída del precio del crudo. Cuando los
precios eran altos, el presidente Hugo Chávez utilizó dinero proveniente de
Petróleos de Venezuela S.A., la petrolera estatal, para construir viviendas y
distribuir otros beneficios entre los pobres y los trabajadores venezolanos,
consiguiendo así un gran apoyo popular para su Partido Socialista Unido de
Venezuela. También buscó el apoyo regional ofreciendo combustibles subsidiados
a países amigos como Cuba, Nicaragua y Bolivia. Después de la muerte de Chávez,
en marzo de 2013, su elegido sucesor, Nicolás Maduro, trató de prolongar esta
política, pero el petróleo no colaboró y, lógicamente, el apoyo público para él
mismo y el PSUV empezó a flaquear. El pasado 6 de diciembre, la oposición de
centro-derecha consiguió una victoria electoral y la mayoría de los escaños de
la Asamblea Nacional; ahora intenta desmantelar la “Revolución Bolivariana” de
Chávez, aunque los seguidores de Maduro han prometido una firme resistencia a
cualquier acción en ese sentido.
La situación de Rusia sigue
siendo algo más fluida. El presidente Vladimir Putin continúa gozando de un
amplio apoyo y popularidad y, desde Ucrania a Siria, ha estado moviéndose con
ambición en el frente internacional. Aun así, la caída del precio del petróleo
y las sanciones económicas impuestas por la UE y EEUU han empezado a avivar
algunas expresiones de descontento, entre ellas una manifestación de camioneros
de larga distancia por el aumento del peaje en las autopistas. Se espera que la
economía rusa sufra una importante contracción en 2016, y que esto afecte a la
calidad de vida de la clase media rusa y dispare un aumento de las manifestaciones
contra el gobierno. De hecho, algunos analistas creen que Putin se ha
arriesgado a intervenir en el enfrentamiento sirio en parte para desviar la
atención del deterioro de la economía nacional. También puede haberlo hecho
para crear una situación en la que la ayuda rusa para llegar a una solución
negociada de la cada día más enconada e internacionalizada guerra civil siria
pueda ser intercambiada por el levantamiento de las sanciones a Ucrania. De ser
así, es una jugada muy peligrosa; nadie –menos aún Putin– puede tener una
certidumbre sobre el resultado.
Arabia Saudí, el mayor exportador
mundial de petróleo, también ha sido sacudida, pero parece estar –de momento,
al menos– algo mejor posicionada para aguantar el impacto. Cuando el precio del
petróleo estaba alto, los saudíes mantuvieron escondidas sus reservas,
estimadas en 7,5 billones de dólares. Ahora, cuando el precio ha caído, han
echado mano a esas reservas para costear generosos gastos sociales destinados a
conjurar el malestar en el reino y para financiar su ambiciosa intervención en
la guerra civil en Yemen, que ya está empezando a parecerse al Vietnam de
Arabia Saudí. Sin embargo, durante el año pasado esas reservas han disminuido
en unos 90.000 millones de dólares y el gobierno ya está anunciando recortes en
el gasto público, lo que ha hecho que algunos observadores se pregunten durante
cuanto tiempo podrá la familia real contener el creciente descontento popular
en el país. Incluso si los saudíes fuesen a dar marcha atrás y limitar la producción
de petróleo del reino para que vuelvan a subir los precios, es poco probable
que esa producción fuese a aumentar lo suficiente como para sufragar las
actuales y generosas prioridades de gastos.
Otros importantes países
productores de crudo también se enfrentan con la perspectiva de agitación
política, entre ellos Argelia y Angola. Los líderes de ambos países han
conseguido el acostumbrado y engañoso nivel de estabilidad de los países de
producción de combustibles mediante la típica largueza gubernamental. Esta
situación se está agotando; eso significa que ambos países pueden verse ante
importantes retos internos.
Es necesario tener en cuenta que
sin duda los remezones producidos por el seísmo de los precios del petróleo
todavía no han alcanzado toda su magnitud. Por supuesto, algún día los precios
volverán a subir. Considerando la forma en que los inversores están cancelando
en todo el mundo proyectos en el rubro de la energía, eso es inevitable. Aun
así, en un planeta que está en camino de una revolución verde en relación con
la energía no hay ninguna seguridad de que alguna vez se recuperen los niveles
superiores a los 100 dólares que en otros tiempos se daban por sentado. Pase lo
que pase con el petróleo y los países que lo producen, el orden político del
planeta –que una vez descansaba sobre un precio elevado del crudo– está
condenado. Mientras esto puede significar penurias para algunos, especialmente
los ciudadanos de los países dependientes de la exportación de petróleo como
Rusia y Venezuela, es posible que ayude a allanar el camino de la transición a
un mundo movido por las energías renovables.
Introducción
de Tom Engelhardt.
Michael T. Klare , integrante regular de TomDispatch , es profesor de estudios sobre paz y seguridad mundial en el Instituto Hampshire
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