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domingo, 23 de octubre de 2016

Cómo los medios españoles ocultaron la responsabilidad de las empresas occidentales en la muerte de las víctimas del Rana Plaza en Bangladesh

La industria textil, también llamada maquila en Latinoamérica o sweatshop en Asia, es un fenómeno que se da a lo largo y ancho del planeta en países empobrecidos y con una mano de obra altamente feminizada. Son los grandes centros de producción que las empresas multinacionales emplean para fabricar sus productos; principalmente ropa y calzado. Se encuentran en las Zonas Procesadoras de Exportación, enclaves elegidos por las ventajas fiscales, la exención del pago de impuestos, o la falta de controles medioambientales. Se trata de un eslabón fundamental de las empresas que buscan mayores beneficios a través del abaratamiento de los costes de producción. Sus efectos son devastadores a muchos niveles; violan sistemáticamente los derechos laborales y humanos y son uno de los fenómenos mundiales que a más mujeres afecta. Pese a ello, el espacio que se le ha dado en los grandes medios de comunicación ha sido poco relevante, aunque va en aumento gracias al debate sobre la moda low cost que últimamente ha protagonizado programas en prime time.

El derrumbe del edificio Rana Plaza tuvo lugar el 24 de abril de 2013. Benetton, Mango, El Corte Inglés, C&A, Primark, Carrefour y Marks&Spencer, entre otras, cosían sus prendas allí. Fue el único caso, hasta esa fecha, que consiguió colarse en la agenda mediática. No fue el primero en Bangladesh, ni tampoco el primer accidente de una fábrica textil en el mundo, pero sí fue el primero que se cobró una cantidad de víctimas importante, equiparable al derrumbe de las Torres Gemelas. Dejó más de 1.100 muertes, casi 2.500 personas heridas, más de 300 desaparecidas y 234 cadáveres sin identificar. Ahora bien, ¿cómo se informó sobre este hecho en los dos diarios con más impacto y mayor número de personas lectoras de todo el Estado español? ¿La información que se difundió sobre el Rana Plaza en El Mundo yEl País fue suficiente para que los y las lectoras pudieran entender lo que estaba ocurriendo verdaderamente? ¿Hubo un discurso predominante?

Que parezca un accidente
¿Qué ha pasado en Bangladesh? Esta es la pregunta que mucha gente se hacía cuando veía las impactantes imágenes del Rana Plaza en sus televisores. Y esta fue la primera pregunta a la que los mass media debían responder. Desde las primeras informaciones, y en todo momento, el suceso fue definido como un derrumbe de un edificio, como un accidente industrial. Colapso, hundimiento, desplome, tragedia, drama, siniestro, devastador o desastre fueron algunos de los sinónimos empleados para describir la noticia. La atención del público estaba colocada en torno a un inmueble inanimado y todas las informaciones, exceptuando los reportajes dominicales, citaron como causa principal las grietas del edificio, sus causas físicas. Por tanto quien mató fue el edificio, y además de manera involuntaria ya que “se vino abajo”, nadie lo tiró.

Una vez planteado y definido el hecho en cuestión, las causas del “desastre” irían en el mismo orden lógico, y aunque esto pueda parecer banal, fue una cuestión vital para el posterior desarrollo discursivo y mediático. Las grietas, el terreno inestable, la inseguridad del edificio o incluso la excesiva altura definieron las líneas de análisis y provocaron que fuera prácticamente imposible poner de manifiesto un debate más profundo que albergara la responsabilidad de otros agentes en lo ocurrido. Así se fueron evitando y retrasando temas más controvertidos como el papel de nuestras empresas multinacionales en la zona. La base de la mayoría de planteamientos parte de la consideración de tratar al derrumbe del Rana Plaza como si fuera, casi exclusivamente, un accidente coyuntural, cuando en realidad estábamos ante un fenómeno global asentado sobre complejas implicaciones estructurales que tienen que ver, entre otras cosas, con los derechos humanos.

Cuando este razonamiento lógico de acción-reacción o grieta-derrumbe dejó de explicar toda la complejidad, que en cierta manera se empezaba a vislumbrar, el siguiente paso fue colocar en el punto de mira a los gerentes y a los dueños de los talleres de confección. De esta manera se les empezó a definir como “los malos”, ya que obligaron a los y las trabajadoras a asistir ese día a trabajar; las informaciones apuntaban como “nuestros jefes nos forzaron” o los “trabajadores que resultaron heridos acusaron a los responsables de las fábricas de obligarles a trabajar”.

La engañosa búsqueda de culpables: Blangadesh vs Occidente
“La tragedia de Bangladesh salpica a Occidente” fue uno de los titulares con el que El País abrió el 27 de abril de 2013. A priori podría parecer que se estaba estableciendo una conexión entre lo ocurrido en Bangladesh y nuestros países, basada en la responsabilidad y en el mal hacer de nuestras marcas, pero si nos fijamos atentamente en el verbo empleado denota la existencia de cierta incomodidad, porque cuando algo salpica, molesta. Es algo que no se espera, es algo con lo que se tiene que lidiar, una responsabilidad fortuitamente endosada. Así que para evitar que el foco crítico recayera en las marcas occidentales, se buscaron nuevos culpables. Esta vez, Bangladesh.

El relato que permitió la culpabilización del país estuvo asentado en un discurso etnocéntrico. Nuestra cultura fue autopresentada de manera positiva y superior, mientras que la suya, era descrita a través de estereotipos. La mayoría de las noticias presentaba a las personas trabajadoras como pobres, dependientes, vulnerables, pasivas pero violentas, e incapaces. Son “esos seres anónimos y lejanos que mueren debajo de los escombros”. La sintaxis utilizada y la floritura de los textos nos sumergen en espacios lúgubres, de caos, miseria y drama al narrar y describir los hechos y lugares en torno a Bangladesh, por lo que la nota fatalista y sensacionalista tuvo suficiente peso. Esta presentación dicotómica también estuvo presente a la hora de abordar la responsabilidad de lo ocurrido. Ésta no se asume ni se omite, se transfiere a las autoridades y las empresas de Bangladesh, con lo que encontramos que el relato general se encontró enraizado en la exculpación de todos los agentes occidentales pero en la inculpación de todo aquello que tuvo que ver con el país asiático.

Bangladesh fue castigado discursivamente, y eso no sólo significó una mirada etnocentrista sino también un relato construido desde el marco neoliberal, donde la globalización es positiva, y por ende, la industria textil también. Los valores de bienestar asociados a progreso y riqueza impidieron colocar en su justa medida un derrumbe de tamañas características e hicieron que paralelamente surgiera un discurso a favor de las fábricas textiles. Éstas fueron catalogadas de “milagro económico”, “pujante industria” o “negocio de 15.000 millones anuales”, pero ni una sola noticia hizo alusión a lo que las grandes multinacionales se ahorraron o se embolsaron por fabricar sus prendas en países como Bangladesh, ni a los beneficios anuales que gracias a estos talleres llevan décadas obteniendo. En otros casos se habló de la negligencia e impunidad de los líderes políticos, pero jamás se mencionó la impunidad o la negligencia de otros agentes que intervienen en el esquema comercial.

¿Dónde están las mujeres?
Los datos no aparecieron desagregados por sexos, pero evidentemente no afectó igual a hombres que a mujeres; porque el 80% de la plantilla de las fábricas textiles de Bangladesh son mujeres. Esto significaría que, si había alrededor de 5.000 personas en el momento del derrumbe, como ambos diarios afirmaron, fue el mismo que afectó a 4.000 mujeres de Bangladesh, y eso nadie lo dijo.

Es reseñable que de 52 noticias tan sólo en cinco encontramos testimonios de mujeres trabajadoras de la industria textil. Esto supone que tan sólo un 9,6% de las noticias fueron contadas con mujeres trabajadoras de la industria. Las mujeres que aparecieron y hablaron fueron: Laboni Khanam, que fue “un caso” paradigmático porque fue amputada in situ incluso antes de llegar al hospital; Reshma Begum, por ser el “hallazgo milagroso”, una de las supervivientes que consiguió salir de los escombros después de 17 días; Moni, una empleada de Inmaculate, una fábrica textil de Bangladesh, y Fahima, que habla para otro reportaje sobre las mujeres amputadas, en el que también aparece Laboni.

Las mujeres aparecen en tercera persona, no son protagonistas. Se las tiende a definir desde la violencia y el conflicto. Han sido representadas como pobres, dependientes y víctimas. Llama la atención que para referirse a los hombres se les denomina trabajadores u obreros, mientras que las mujeres siempre son catalogadas de “costureras” o incluso de “ejército de costureras”. Las mujeres fueron ubicadas en entornos vulnerables como hospitales o al pie de los escombros, siendo representadas con algún brazo o pierna amputada, o transportadas en camilla mostrando pasividad o incapacidad, con expresiones de dolor y acompañadas, en estos casos, por personal masculino. En otras se las ve llorando o con aspecto compungido. Encontramos también la imagen de Reshma dentro de uno de los hoteles más lujosos de Bangladesh en su primer día de trabajo después de abandonar el hospital y el trabajo en la fábrica tras el derrumbe. Esa es la única imagen que tenemos en la que una mujer esté sola, de pie y sin compañía, en un despacho con libros y material de oficina al fondo. No encontramos ninguna imagen donde se vea a un hombre sufriendo, la mayoría están protagonizadas por mujeres.
Desinformación y manipulación

Lejos de lo que se piensa, el derrumbe no inundó los medios, ni puso al desnudo el abismo entre costes y beneficios de la producción textil, ni dejó en evidencia las condiciones laborales en las que trabajan miles de personas. Así, se impidió la reflexión y el debate en la ciudadanía sobre lo ocurrido en Bangladesh, al mismo tiempo que legitimó nuestro nivel y forma de consumo y siguió ahondando en las diferencias sociales, culturales y de género. No hubo una crítica seria, ni un análisis profundo o riguroso, el relato general contempló un tono de lástima y de pena, pero no de indignación o de petición de justicia. El Mundo y El País se hicieron eco, sí, pero ello no significó que el tratamiento fuera suficiente porque suprimieron buena parte de la información. La cobertura del Rana Plaza presentó fallas importantes que hubieran permitido una mayor comprensión del asunto por parte de las personas lectoras.

En el relato falta, por ejemplo, una conexión directa y causal entre las prácticas de las grandes empresas multinacionales y las condiciones de los talleres textiles de Bangladesh. Muy pocas informaciones aludieron a las causas estructurales. La gran mayoría de las informaciones vertidas estuvieron sujetas al discurso superficial, hasta en un centenar de ocasiones se mencionó la palabra “grieta”. El término “derrumbe” es el que, sin duda, más veces aparece, tanto que se produjo una nominalización o traslación; esto es, el sustantivo derrumbe se convirtió en un sustantivo propio de tal forma que al mencionar “el derrumbe”, ya sabíamos a qué se estaba haciendo referencia. Esto evitó, además, poder establecer la conexión entre nuestro modelo de consumo y Bangladesh; se habla sobre los problemas que tienen las personas trabajadoras de la industria textil, pero no se presta atención a lo que nuestra sociedad provoca con nuestro modo de vida y de consumo.

No mostrar las asimetrías que la globalización genera es una falta de rigor periodístico. Los medios han contado su versión y la han camuflado de verdad. El derrumbe de Bangladesh fue una práctica de desinformación y manipulación. La escasa profundidad de los hechos narrados, el sensacionalismo, el reduccionismo, la pobreza en las argumentaciones, la falta de contextualización, el mensaje neoliberal, androcéntrico y el refuerzo de los estereotipos son el envoltorio de una estrategia concreta: ocultar los delitos y crímenes flagrantes de los que las empresas occidentales son corresponsables.

Itziar Pequeño es periodista y feminista especializada en comunicación social y para el desarrollo y comunicación con perspectiva de género.

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