Recorrer a inicios de 1988 el pequeño, humilde y pacífico caserío de Cuito Cuanavale, allá en el sureste de Angola, fue un reto a la imaginación. ¿Habrá sobrevivido alguien? ¿Dónde están la vida humana, la sonrisa de los niños que descalzos correteaban un tiempo atrás alrededor de estas mismas construcciones, destruidas en un puñado de días o semanas, no por la furia de la naturaleza, sino por el poder de las armas, por la saña del agresor humano?
Decidido desde finales de 1987 a ocupar ese estratégico punto, el mando militar sudafricano, conjuntamente con fuerzas de la organización contrarrevolucionaria UNITA, había lanzado entre enero, febrero y marzo de 1988 sus más modernos medios de combate (artillería de largo alcance, tanques, aviación...) en sucesivas embestidas contra las posiciones ocupadas por las 59, 21 y 25 brigadas angolanas de infantería ligera (BIL), asesoradas por un número muy reducido de cubanos.
Jornadas como las del 13 y 14 de enero; 14, 19 y 20 de febrero (por solo citar algunas, marcadas por intensa actividad artillera), confirmarían las mortales intenciones de un invasor que, ciego por la ira y la codicia, no avizoró la trascendencia histórica que minuto a minuto cobraba aquel lejano paraje de la geografía angolana para los destinos de esa sufrida nación y del continente.
Veintisiete años después, al artillero David Hernández aún le parece escuchar el rugido del armamento enemigo vomitando proyectiles sobre la pequeña aldea, el puente, los alrededores del poblado y, en respuesta, la ejemplar descarga de las piezas que él dirigía, las frases de aliento en voz de sus “muchachos”, el vuelo de nuestros cazas, el golpe efectivo sobre el agresor.
Cuito Cuanavale resistía a filo de estoicismo. Bajo ningún concepto podían ser tomados, ni su pequeña pero estratégica pista de aterrizaje o aeródromo, ni el más “insignificante” palmo de suelo.
Tal y como comentaría en abril de 1988 el General de brigada Miguel A Lorente León, la oportuna, rápida y eficaz labor de ingeniería (refugios, zanjas para la comunicación y otras fortificaciones) permitieron resistir, preservar la vida de cubanos, de angolanos y echar por tierra las aspiraciones de aquel descomunal derroche artillero, inolvidable también para soldados como Humberto Arbella Escalona, quien alternaba su condición de amunicionador de lanzallamas con la de cocinero en la 59 BIL.
Determinante fue, además, la maestría de zapadores en el minado del mismo terreno por donde luego intentarían avanzar, sin éxito, medios y fuerzas élite, creyéndose dueños de un triunfo que la historia, por vergüenza a sí misma y a la dignidad de los pueblos, no estaba dispuesta a concederles.
Los aproximadamente 200 kilómetros que unen a Menongue y la agredida localidad se habían convertido en un itinerario tan audaz, heroico y determinante como el que, a la par, surcaban los pilotos de helicópteros y de los impetuosos MIG, para apoyar cada caravana, proteger a las tropas, rechazar al enemigo aéreo, asestarle demoledores golpes en tierra...
23 DE MARZO, ESTAMPIDA DE 180 GRADOS
Las mortíferas descargas de la aviación sudafricana los días 21 y 22 de marzo fueron claro preludio de lo que sobrevendría el 23, cuando Petroria arremetió con todo su peso sobre Cuito. Conocía el enemigo su demoledor arsenal técnico de muerte, pero subestimó lo determinante en una guerra: el hombre y la justa causa que defiende.
En poder de la razón, todas las armas tácticamente aconsejables de acuerdo con la situación concreta, se ciñeron en un solo puño para mostrarle al invasor el espanto de una muerte totalmente innecesaria, complementada por las propias esteras de sus tanques, moliendo cadáveres en abierta estampida.
Sudafricanos y miembros de la UNITA (con la simpatía y el respaldo incondicionales del gobierno norteamericano) ignoraron que en Cuito Cuanavale había suficientes minas para volar botas, blindados y pretensiones; pilotos como Juan Francisco Alfonso (capaz de aterrizar forzosamente, sin tren, antes de llegar a Menongue) o como Alberto Lei: un verdadero látigo desde el aire contra la prepotencia enemiga, en misiones de ataque a tierra con aparatos diseñados como caza-interceptores.
Subestimó el agresor —vaya error— que en cada tanque nuestro había una dotación con suficiente coraje para enfrentar a varios blindados a la vez, o que Cuito estaba defendido por hombres como Alexis Rodríguez, jefe de BTR, capaz de pedirle al teniente coronel Ciro Gómez una cuchilla para cortarse la piel de donde aún pendía el brazo alcanzado por un cohete, y seguir combatiendo.
Desconocieron que habría jóvenes como Rafael Durañona, quien herido y perdiendo sangre le transfundió plasma suyo a otro combatiente, o como Vladimir Cruz Naranjo, quien tras perder una pierna y un brazo giró la cabeza para decir: “No llore teniente coronel, no llore… todavía me queda este otro brazo para seguir defendiendo en Cuba a la Revolución”.
Y tampoco tuvo en cuenta el enemigo que, a más de 14 000 kilómetros de distancia, un hombre llamado Fidel seguía al dedillo e indicaba magistralmente cada acción, cada golpe y cada paso hacia un desenlace que se inició allí, con la aplastante victoria del 23 de marzo, y prosiguió con el impetuoso avance cubano-angolano por el frente sudoccidental, aquel demoledor golpe de la aviación en Calueque y la posterior firma de acuerdos en la ONU, para hacer más libre a Angola, independiente a Namibia, insostenible al apartheid, más agradecido al continente y más despejado el futuro.
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