Repsol, Gas Natural, Telefónica,
Iberdrola y Abertis son algunas de las multinacionales españolas que han
demandado a Estados ante el CIADI, el mecanismo de resolución, del Banco
Mundial, con mayor relevancia en la actualidad.
Empresas que demandan a Estados
ante tribunales internacionales de arbitraje. Gobiernos que protegen los
negocios de las grandes corporaciones mediante tratados de “libre comercio”.
Miles de normas y reglas sobre comercio e inversiones que blindan los contratos
de las multinacionales. ¿Hablamos del TTIP, el Acuerdo Transatlántico de
Comercio e Inversión que hoy negocian la Unión Europea y Estados Unidos? Claro
que sí, hablamos de ese acuerdo comercial con el que las empresas
transnacionales pretenden asegurar sus ganancias ante un futuro marcado por la
continuidad de la crisis —que no es solo económica, sino que tiene un carácter
multidimensional y puede decirse que es ya una crisis civilizatoria— y
posibles cambios gubernamentales, en lo que es el penúltimo ejemplo de cómo los
intereses privados de la clase político-empresarial que nos gobierna se sitúan
por encima de los derechos de las mayorías sociales y del sistema internacional
de los derechos humanos.
Pero hablamos, también, de los
más de 3.000 tratados de este tipo aprobados en todo el planeta en las últimas
décadas, así como de todas las políticas de ajuste promovidas por el FMI, los
préstamos condicionados otorgados por el Banco Mundial y las disposiciones
impulsadas por la Organización Mundial del Comercio. Hablamos, al fin y al
cabo, de la fortaleza de la lex mercatoria, ese nuevo Derecho Corporativo Global con el
que se brinda seguridad jurídica a las operaciones de las grandes
corporaciones, al mismo tiempo que se dejan sus obligaciones sociales,
laborales y ambientales en manos de la buena voluntad empresarial y la “ética
de los negocios”.
La existencia de tribunales
arbitrales internacionales es, sin duda, uno de los aspectos más destacables de
la lex mercatoria. Y es que estos tribunales, caracterizados por la
efectividad y dureza de sus laudos, juegan un papel fundamental en la
arquitectura jurídica de la impunidad: su función es dotar de plena seguridad a
las inversiones realizadas por las multinacionales frente a los Estados
receptores. Para ello, en los tratados comerciales y en los acuerdos de
promoción y protección recíproca de las inversiones suele incluirse la
obligación de someterse al arbitraje de controversias entre los Estados y los
inversores extranjeros. Es el mecanismo de resolución de disputas
inversor-Estado, conocido también como ISDS (por sus siglas en inglés), que tan
nombrado ha sido a raíz de las protestas y movilizaciones sociales que se han
venido dando por toda Europa en contra del TTIP.
La Corte Permanente de Arbitraje
con sede en La Haya, la corte de arbitraje de la Cámara de Comercio
Internacional, la Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional
(UNCITRAL), el Sistema de Solución de Diferencias de la OMC, el Centro de
Arbitraje Internacional de Hong Kong, el Instituto de Arbitraje de la Cámara de
Comercio de Estocolmo, el Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias
relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial… Todos estos tribunales
privados se constituyen como una especie de sistema paralelo al poder judicial,
favoreciendo a las grandes empresas al margen de los poderes judiciales
nacionales e internacionales. Según la UNCTAD, mientras en 1996 apenas había 38
disputas inversor-Estado, en 2016 ya hay 696 casos conocidos.
Y el Estado español, ¿qué pinta
en todo esto? Pues el caso es que, como hemos analizado en el reciente informe Justicia
privatizada, las empresas españolas ocupan el quinto lugar en el ranking de
las multinacionales que más demandas han interpuesto ante el CIADI, el tribunal
de arbitraje con mayor relevancia en la actualidad. Y, a la vez, España es el
tercer país del mundo con más demandas de arbitraje en su contra ante ese mismo
tribunal.
Por un lado, han sido treinta las
veces en que las multinacionales españolas han recurrido al CIADI. En el 90% de
los casos, estas demandas se han dirigido contra países de América Latina
—principalmente, Argentina, Venezuela, México y Ecuador—, la región donde
“nuestras empresas” se han convertido en grandes trasnacionales. Hablamos de
compañías como Repsol, que en 2012 presentó una solicitud de arbitraje ante el
CIADI contra Argentina por la expropiación por parte del gobierno de Cristina
Fernández de la que hasta entonces había sido su filial YPF. O de Abengoa, que
fue indemnizada con 31,1 millones de euros por México después de que el CIADI
dictara un laudo a su favor tras la paralización —motivada por un fuerte
proceso de movilización social en su contra— de una planta de gestión de
residuos industriales peligrosos en el Estado de Hidalgo, en una zona que fue
declarada área protegida por la UNESCO. Y también de Gas Natural Fenosa, Aguas
de Barcelona, Telefónica, Iberdrola y Abertis, todas ellas en la lista de
multinacionales de matriz española que, en las dos últimas décadas, han
presentado demandas de arbitraje ante el tribunal del Banco Mundial.
Por otro lado, al mismo tiempo,
España ha pasado a ocupar el tercer lugar del ranking de países más
demandados ante el CIADI. La mayoría de estas reclamaciones han sido
interpuestas en los tres últimos años —especialmente en 2015, año en que se han
interpuesto 15 casos de demandas a España ante el tribunal de arbitraje del
Banco Mundial— y están relacionadas con los recortes efectuados por los
sucesivos gobiernos españoles, entre 2010 y 2012, a las subvenciones al sector
de las energías renovables. Así, un conglomerado de multinacionales de la
energía, entidades financieras y fondos privados de inversión hicieron
inversiones puramente especulativas en el sector de las renovables esperando
obtener altas rentabilidades gracias a las primas que otorgaba el Estado y,
cuando se recortaron dichas subvenciones, pasaron a utilizar los instrumentos
que les brinda la lex mercatoria para reclamar el lucro cesante. Este
es un caso paradigmático de lo que podría ocurrir si hubiera gobiernos que
trataran de llevar a cabo políticas contrarias a los intereses de las grandes
transnacionales, ya que probablemente se encontrarían con un listado de
contenciosos de arbitraje internacionales impulsados por estas compañías.
Aunque, eso sí, en este caso se ha tratado de medidas gubernamentales que no
han sido dirigidas a favorecer a las mayorías sociales, precisamente, sino más
bien al oligopolio eléctrico.
Con el caso de las demandas de
las grandes corporaciones energéticas, las sociedades de inversión y los fondos
de capital-riesgo, se evidencia la asimetría sobre la que se fundamenta la lex
mercatoria: solo las empresas transnacionales extranjeras pueden llevar a un
Estado, como en este caso al español, ante los tribunales internacionales de
arbitraje, mientras los pequeños productores y las pymes locales únicamente
pueden recurrir ante los tribunales nacionales. Estos últimos, además, son los
mayores perjudicados con una nueva regulación que, sin el apoyo económico y las
subvenciones públicas, les deja en una posición complicada para acometer las
inversiones necesarias para apostar por la transición energética. Al final, se
trata de una normativa que, una vez más, a quien beneficia es a las grandes
eléctricas de matriz española, que aseguran su cuota de mercado y protegen sus
intereses desde la legislación nacional e internacional.
Se da la circunstancia de que
también algunas de las multinacionales españolas de la energía han utilizado
los mecanismos del Derecho Corporativo Global para defender sus lucrativos
negocios privados… en España: Isolux y Abengoa, por ejemplo, han interpuesto
demandas contra el Estado español ante el Instituto de Arbitraje de la Cámara
de Comercio de Estocolmo, formalmente a través de sus filiales en los Países
Bajos. Es decir, se han beneficiado de la constitución de un entramado
societario que incluye múltiples filiales en diferentes territorios —de hecho,
muchos de los fondos de inversión que han interpuesto demandas contra el Estado
español ante el CIADI tienen su sede en países con una baja tributación fiscal
como los Países Bajos o Luxemburgo— para ir actuando con una u otra según sus
propios intereses en cada momento. En todo caso, quien fundamentalmente va a
asumir el coste del proceso de arbitraje, ya sea porque resulte condenado a indemnizar
a la multinacional de turno o bien por todo el tiempo y los recursos que habrá
tenido que destinar al procedimiento, es el propio Estado demandado.
Ante este panorama, ¿existen
alternativas para enfrentar esta arquitectura jurídica de la impunidad que
se ha venido construyendo globalmente en torno a los tratados de “libre
comercio” y a los tribunales internacionales de arbitraje? Teniendo presente
que este escenario va a requerir de un fuerte apoyo popular y movilización
social para resistir a las presiones del poder corporativo, claro que se pueden
plantear propuestas alternativas. Como, entre otras, las siguientes: denunciar
los tratados comerciales cuando concluyan su vigencia; no ratificar ningún
tratado propuesto desde la asimetría contractual y al margen de los derechos
humanos; abandonar el CIADI, cosa que ya han hecho países como Bolivia, Ecuador
y Venezuela; restablecer la competencia territorial de los tribunales
nacionales; crear una Corte Mundial sobre Empresas Transnacionales y Derechos Humanos,
que complemente los mecanismos universales, regionales y nacionales y que, a la
vez, garantice que las personas y comunidades afectadas tengan acceso a una
instancia internacional independiente para la obtención de justicia por las
violaciones de sus derechos civiles, políticos, sociales, económicos,
culturales y medioambientales.
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