En la madrugada del jueves 3 de
marzo fue asesinada Berta Cáceres, coordinadora del Consejo de Pueblos
Indígenas de Honduras (COPINH), líder de la comunidad indígena lenca y
defensora de los derechos humanos y los movimientos campesinos. Su muerte, tras
un asalto nocturno a su casa, se produce justo una semana después de que
hubiera denunciado el asesinato de cuatro dirigentes y amenazas de muerte
contra otros tantos de su comunidad indígena. En este mismo asalto también
resultó herido el activista Gustavo Castro, de la Red Mexicana de Afectados por
la Minería (REMA).
Berta Cáceres recibió el año
pasado el premio Goldman, conocido como el Nobel del medio ambiente, por su
lucha para evitar la construcción de la represa hidroeléctrica de Agua Zarca,
situada en el río Gualcarque. Las empresas responsables de la obra eran la
hondureña DESA (Desarrollos Energéticos SA) y la mayor constructora de
centrales hidroeléctricas del mundo, la multinacional china Sinohydro.
Contaban, además, con la financiación del Banco Mundial.
El proyecto fue iniciado sin
realizar la consulta al pueblo lenca, directamente afectado por la presa,
violando de este modo los tratados internacionales que protegen los derechos de
los pueblos indígenas. Frente a ello, la fuerte oposición social encabezada por
esta líder indígena evitó la construcción de una obra que supondría la
destrucción de un ecosistema sagrado para el pueblo lenca y el desplazamiento
de cientos de personas. Así, consiguieron bloquear la obra durante 21 meses,
resistiendo varios intentos de desalojo y la violencia ejercida por la seguridad
privada de las empresas y las fuerzas armadas de Honduras.
Como ha ocurrido con Berta
Cáceres, el coste que muchas veces asumen quienes rechazan este tipo de
proyectos, para defender los territorios y una vida digna de su comunidad, es
su propia vida. Los anteriores asesinatos de Moisés Durón Sánchez, William
Jacobo Rodríguez, Maycol Rodríguez y Tomás García, todos ellos de las
comunidades que se oponían a la presa Agua Zarca, así lo demuestran. Y ese era
un coste que la representante del COPINH tenía muy presente: “Me siguen. Me
amenazan con matarme, con secuestrarme. Amenazan a mi familia. Esto es a lo que
nos enfrentamos”.
Berta Cáceres personificaba la
valentía y el compromiso con los derechos humanos en un contexto de violencia
institucional del Estado así como del poder económico y grupos armados de tipo
mafioso. Y es que a partir del golpe de Estado de 2009, contra el entonces
presidente Manuel Zelaya, se han acelerado los procesos que han hecho que este
país centroamericano sea uno de los más peligrosos del mundo para los
defensores y las defensoras de los derechos humanos y el medio ambiente.
En Honduras, por un lado, la
profundización de las políticas neoliberales ha tenido como consecuencia el
crecimiento de los latifundios de monocultivos agroindustriales de palma
africana, entre otros, y el auge de numerosos proyectos mineros y energéticos.
De hecho, casi el 30% de la superficie del país se ha destinado a las
concesiones mineras, que necesitan para su actividad un elevado volumen de
energía eléctrica y agua. Así que la destrucción ambiental y las violaciones a
los derechos humanos ocasionadas por el extractivismo, ha ido acompañada de la
inundación de cada vez más valles y comunidades de Honduras por las centrales
hidroeléctricas.
Además, por otra parte, se ha
reproducido una dinámica íntimamente ligada a la acumulación por desposesión,
como es la creciente violencia política que se ejerce contra la oposición
social que representan los pueblos indígenas y afroamericanos, las
organizaciones campesinas y de derechos humanos, las periodistas y los
militantes de los movimientos sociales. Este conflicto que antepone los
negocios de las multinacionales a la propia vida era descrito con mucha
claridad por Berta Cáceres: “A medida que han ido avanzando las grandes
inversiones del capital transnacional, con empresas vinculadas al poderoso
sector económico, político y militar del país, esas políticas neoliberales
extractivistas han provocado también un aumento de la represión,
criminalización y despojo a las comunidades, que han sido desplazadas de manera
forzada”.
Ni el golpe de Estado ni la
violación sistemática de los derechos humanos en Honduras ha sido un problema
para que la UE implemente un tratado de libre comercio con Centroamérica. Es
más, se financian programas de entrenamiento de la policía hondureña con fondos
comunitarios desoyendo las acusaciones denuncias sobre los abusos cometidos por
la fuerzas del Estado.
La situación de Honduras se
repite de manera sistemática en todos aquellos lugares donde se asientan las
grandes transnacionales extractivas, hidroeléctricas y de la agroindustria,
entre otras. No se trata de casos aislados, como lo demuestra el informe de
Global Witness: en 2014 fueron asesinados 116 activistas ecologistas en 17
países. En el mismo sentido, el informe de Frontline Defenders, documenta que,
por lo menos, 156 defensoras y defensores de derechos humanos fueron asesinados
en 2015. Muchos de estos casos tuvieron relación con los denominados
megaproyectos, especialmente mineros.
Es una práctica que responde a la
lógica del capitalismo global, porque la acumulación de riqueza por parte de
las empresas transnacionales necesita de la neutralización de quienes se oponen
a su actividad y plantean otras formas de vida basadas en el respeto a la
naturaleza, la solidaridad y la reciprocidad. Por eso hay miles de personas que
se organizan y actúan para frenar el poder de las grandes corporaciones que son
perseguidas, amenazadas, criminalizadas e incluso asesinadas.
Conocemos muchos casos, lamentablemente,
desde México hasta Chile, de Guatemala a Colombia. Como el de Bety Cariño,
integrante de la Red Mexicana de Afectados por la Minería (REMA) y defensora de
los derechos humanos, que tenía una intensa actividad de resistencia frente a
las multinacionales mineras en su territorio y fue asesinada en una emboscada
de paramilitares en el estado mexicano de Oaxaca en abril de 2010. O el de la
desaparición en 2011 de Sandra Viviana Cuéllar, que estaba involucrada en la
defensa de los derechos laborales y ambientales frente a la expansión del
cultivo de palma aceitera y de caña, y ha sido una de las 50 defensoras y
defensores del medio ambiente asesinados en Colombia en los últimos doce años.
Y no solo se reproduce de forma
sistémica la violencia, también lo hace la impunidad. Esta ausencia de acceso a
la justicia por parte de las víctimas fue bien descrita, sin ir más lejos, por
Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado del Tribunal Supremo y presidente de la
sesión del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) realizada en Madrid en la
primavera de 2010: “Hay una asimetría absoluta entre las posiciones de las
víctimas y las de quienes están detrás, moviendo los hilos”, decía el juez tras
la celebración de este tribunal ético en el que se acusó a numerosas multinacionales
europeas de violar los derechos humanos en América Latina. La sentencia de esa
audiencia del TPP, que contó con la participación de Berta Cáceres, constataba
cómo las empresas transnacionales actúan con un alto grado de permisividad,
ilegalidad e impunidad propiciado por el conjunto de contratos, acuerdos
comerciales y de inversión, así como por las decisiones de tribunales
arbitrales.
Al final, mientras se blindan los
intereses de las grandes corporaciones, no hay mecanismos efectivos para hacer
que cumplan con su deber de respetar los derechos humanos. Porque las
obligaciones de las multinacionales se remiten únicamente a los ordenamientos
nacionales, sometidos a la lógica neoliberal; a un derecho internacional de los
derechos humanos que es manifiestamente frágil, y a una responsabilidad social
corporativa voluntaria, unilateral y no exigible jurídicamente. De ahí que sea
tan necesario y urgente poner fin a toda esta arquitectura de la impunidad de
la que se aprovechan las empresas transnacionales y promover medidas para la
rendición de cuentas.
Algunas propuestas, en esta
línea, son la aprobación de normas internacionales que obliguen a las
transnacionales, a los Estados y a las instituciones financieras
internacionales a respetar los derechos humanos; la creación de un centro que
reciba las denuncias de las comunidades afectadas e investigue los impactos de
las multinacionales, y la creación de un tribunal internacional que pueda
juzgar a las grandes corporaciones y sus directivos. Estas y muchas otras
medidas de similar calado están siendo reclamadas por centenares de movimientos
y organizaciones sociales a nivel mundial con el fin de situar los derechos de
las mayorías sociales por encima de los intereses de una élite económica y
política.
Todo ello para caminar hacia
otros modelos de economía y sociedad que desplacen del centro del sistema a las
compañías multinacionales y, como decía Berta Cáceres cuando recogió el premio
Goldman, para construir “sociedades capaces de coexistir de manera justa, digna
y por la vida. Juntémonos y sigamos con esperanza”. Eso haremos, Berta, amiga y
compañera, tu lucha siempre se quedará en nuestra memoria, y tu muerte no se
quedará impune.
Erika González y Tom Kucharz (La Marea, 4 de marzo de 2016)
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