La industria textil, también
llamada maquila en Latinoamérica o sweatshop en Asia, es un fenómeno
que se da a lo largo y ancho del planeta en países empobrecidos y con una mano
de obra altamente feminizada. Son los grandes centros de producción que las
empresas multinacionales emplean para fabricar sus productos; principalmente ropa
y calzado. Se encuentran en las Zonas Procesadoras de Exportación, enclaves
elegidos por las ventajas fiscales, la exención del pago de impuestos, o la
falta de controles medioambientales. Se trata de un eslabón fundamental de las
empresas que buscan mayores beneficios a través del abaratamiento de los costes
de producción. Sus efectos son devastadores a muchos niveles; violan
sistemáticamente los derechos laborales y humanos y son uno de los fenómenos
mundiales que a más mujeres afecta. Pese a ello, el espacio que se le ha dado
en los grandes medios de comunicación ha sido poco relevante, aunque va en
aumento gracias al debate sobre la moda low cost que últimamente ha
protagonizado programas en prime time.
El derrumbe del edificio Rana
Plaza tuvo lugar el 24 de abril de 2013. Benetton, Mango, El Corte Inglés,
C&A, Primark, Carrefour y Marks&Spencer, entre otras, cosían sus
prendas allí. Fue el único caso, hasta esa fecha, que consiguió colarse en la
agenda mediática. No fue el primero en Bangladesh, ni tampoco el primer
accidente de una fábrica textil en el mundo, pero sí fue el primero que se
cobró una cantidad de víctimas importante, equiparable al derrumbe de las
Torres Gemelas. Dejó más de 1.100 muertes, casi 2.500 personas heridas, más de
300 desaparecidas y 234 cadáveres sin identificar. Ahora bien, ¿cómo se informó
sobre este hecho en los dos diarios con más impacto y mayor número de personas
lectoras de todo el Estado español? ¿La información que se difundió sobre el
Rana Plaza en El Mundo yEl País fue suficiente para que los y
las lectoras pudieran entender lo que estaba ocurriendo verdaderamente? ¿Hubo
un discurso predominante?
Que parezca un accidente
¿Qué ha pasado en Bangladesh?
Esta es la pregunta que mucha gente se hacía cuando veía las impactantes
imágenes del Rana Plaza en sus televisores. Y esta fue la primera pregunta a la
que los mass media debían responder. Desde las primeras informaciones, y en
todo momento, el suceso fue definido como un derrumbe de un edificio, como un
accidente industrial. Colapso, hundimiento, desplome, tragedia, drama,
siniestro, devastador o desastre fueron algunos de los sinónimos empleados para
describir la noticia. La atención del público estaba colocada en torno a un
inmueble inanimado y todas las informaciones, exceptuando los reportajes
dominicales, citaron como causa principal las grietas del edificio, sus causas
físicas. Por tanto quien mató fue el edificio, y además de manera involuntaria
ya que “se vino abajo”, nadie lo tiró.
Una vez planteado y definido el
hecho en cuestión, las causas del “desastre” irían en el mismo orden lógico, y
aunque esto pueda parecer banal, fue una cuestión vital para el posterior
desarrollo discursivo y mediático. Las grietas, el terreno inestable, la
inseguridad del edificio o incluso la excesiva altura definieron las líneas de
análisis y provocaron que fuera prácticamente imposible poner de manifiesto un
debate más profundo que albergara la responsabilidad de otros agentes en lo ocurrido.
Así se fueron evitando y retrasando temas más controvertidos como el papel de
nuestras empresas multinacionales en la zona. La base de la mayoría de
planteamientos parte de la consideración de tratar al derrumbe del Rana Plaza
como si fuera, casi exclusivamente, un accidente coyuntural, cuando en realidad
estábamos ante un fenómeno global asentado sobre complejas implicaciones
estructurales que tienen que ver, entre otras cosas, con los derechos humanos.
Cuando este razonamiento lógico
de acción-reacción o grieta-derrumbe dejó de explicar toda la complejidad, que
en cierta manera se empezaba a vislumbrar, el siguiente paso fue colocar en el
punto de mira a los gerentes y a los dueños de los talleres de confección. De
esta manera se les empezó a definir como “los malos”, ya que obligaron a los y
las trabajadoras a asistir ese día a trabajar; las informaciones apuntaban como
“nuestros jefes nos forzaron” o los “trabajadores que resultaron heridos
acusaron a los responsables de las fábricas de obligarles a trabajar”.
La engañosa búsqueda de
culpables: Blangadesh vs Occidente
“La tragedia de Bangladesh
salpica a Occidente” fue uno de los titulares con el que El País abrió
el 27 de abril de 2013. A priori podría parecer que se estaba estableciendo una
conexión entre lo ocurrido en Bangladesh y nuestros países, basada en la
responsabilidad y en el mal hacer de nuestras marcas, pero si nos fijamos
atentamente en el verbo empleado denota la existencia de cierta incomodidad,
porque cuando algo salpica, molesta. Es algo que no se espera, es algo con lo
que se tiene que lidiar, una responsabilidad fortuitamente endosada. Así que
para evitar que el foco crítico recayera en las marcas occidentales, se
buscaron nuevos culpables. Esta vez, Bangladesh.
El relato que permitió la
culpabilización del país estuvo asentado en un discurso etnocéntrico. Nuestra
cultura fue autopresentada de manera positiva y superior, mientras que la suya,
era descrita a través de estereotipos. La mayoría de las noticias presentaba a
las personas trabajadoras como pobres, dependientes, vulnerables, pasivas pero
violentas, e incapaces. Son “esos seres anónimos y lejanos que mueren debajo de
los escombros”. La sintaxis utilizada y la floritura de los textos nos sumergen
en espacios lúgubres, de caos, miseria y drama al narrar y describir los hechos
y lugares en torno a Bangladesh, por lo que la nota fatalista y sensacionalista
tuvo suficiente peso. Esta presentación dicotómica también estuvo presente a la
hora de abordar la responsabilidad de lo ocurrido. Ésta no se asume ni se
omite, se transfiere a las autoridades y las empresas de Bangladesh, con lo que
encontramos que el relato general se encontró enraizado en la exculpación de
todos los agentes occidentales pero en la inculpación de todo aquello que tuvo
que ver con el país asiático.
Bangladesh fue castigado
discursivamente, y eso no sólo significó una mirada etnocentrista sino también
un relato construido desde el marco neoliberal, donde la globalización es
positiva, y por ende, la industria textil también. Los valores de bienestar
asociados a progreso y riqueza impidieron colocar en su justa medida un
derrumbe de tamañas características e hicieron que paralelamente surgiera un
discurso a favor de las fábricas textiles. Éstas fueron catalogadas de “milagro
económico”, “pujante industria” o “negocio de 15.000 millones anuales”, pero ni
una sola noticia hizo alusión a lo que las grandes multinacionales se ahorraron
o se embolsaron por fabricar sus prendas en países como Bangladesh, ni a los
beneficios anuales que gracias a estos talleres llevan décadas obteniendo. En
otros casos se habló de la negligencia e impunidad de los líderes políticos,
pero jamás se mencionó la impunidad o la negligencia de otros agentes que
intervienen en el esquema comercial.
¿Dónde están las mujeres?
Los datos no aparecieron
desagregados por sexos, pero evidentemente no afectó igual a hombres que a
mujeres; porque el 80% de la plantilla de las fábricas textiles de Bangladesh
son mujeres. Esto significaría que, si había alrededor de 5.000 personas en el
momento del derrumbe, como ambos diarios afirmaron, fue el mismo que afectó a
4.000 mujeres de Bangladesh, y eso nadie lo dijo.
Es reseñable que de 52 noticias
tan sólo en cinco encontramos testimonios de mujeres trabajadoras de la
industria textil. Esto supone que tan sólo un 9,6% de las noticias fueron
contadas con mujeres trabajadoras de la industria. Las mujeres que aparecieron
y hablaron fueron: Laboni Khanam, que fue “un caso” paradigmático porque fue
amputada in situ incluso antes de llegar al hospital; Reshma Begum, por ser el
“hallazgo milagroso”, una de las supervivientes que consiguió salir de los
escombros después de 17 días; Moni, una empleada de Inmaculate, una fábrica
textil de Bangladesh, y Fahima, que habla para otro reportaje sobre las mujeres
amputadas, en el que también aparece Laboni.
Las mujeres aparecen en tercera
persona, no son protagonistas. Se las tiende a definir desde la violencia y el
conflicto. Han sido representadas como pobres, dependientes y víctimas. Llama
la atención que para referirse a los hombres se les denomina trabajadores u
obreros, mientras que las mujeres siempre son catalogadas de “costureras” o
incluso de “ejército de costureras”. Las mujeres fueron ubicadas en entornos
vulnerables como hospitales o al pie de los escombros, siendo representadas con
algún brazo o pierna amputada, o transportadas en camilla mostrando pasividad o
incapacidad, con expresiones de dolor y acompañadas, en estos casos, por
personal masculino. En otras se las ve llorando o con aspecto compungido.
Encontramos también la imagen de Reshma dentro de uno de los hoteles más
lujosos de Bangladesh en su primer día de trabajo después de abandonar el
hospital y el trabajo en la fábrica tras el derrumbe. Esa es la única imagen
que tenemos en la que una mujer esté sola, de pie y sin compañía, en un
despacho con libros y material de oficina al fondo. No encontramos ninguna
imagen donde se vea a un hombre sufriendo, la mayoría están protagonizadas por
mujeres.
Desinformación y manipulación
Lejos de lo que se piensa, el
derrumbe no inundó los medios, ni puso al desnudo el abismo entre costes y
beneficios de la producción textil, ni dejó en evidencia las condiciones
laborales en las que trabajan miles de personas. Así, se impidió la reflexión y
el debate en la ciudadanía sobre lo ocurrido en Bangladesh, al mismo tiempo que
legitimó nuestro nivel y forma de consumo y siguió ahondando en las diferencias
sociales, culturales y de género. No hubo una crítica seria, ni un análisis
profundo o riguroso, el relato general contempló un tono de lástima y de pena,
pero no de indignación o de petición de justicia. El Mundo y El
País se hicieron eco, sí, pero ello no significó que el tratamiento fuera
suficiente porque suprimieron buena parte de la información. La cobertura del
Rana Plaza presentó fallas importantes que hubieran permitido una mayor
comprensión del asunto por parte de las personas lectoras.
En el relato falta, por ejemplo,
una conexión directa y causal entre las prácticas de las grandes empresas
multinacionales y las condiciones de los talleres textiles de Bangladesh. Muy
pocas informaciones aludieron a las causas estructurales. La gran mayoría de
las informaciones vertidas estuvieron sujetas al discurso superficial, hasta en
un centenar de ocasiones se mencionó la palabra “grieta”. El término “derrumbe”
es el que, sin duda, más veces aparece, tanto que se produjo una nominalización
o traslación; esto es, el sustantivo derrumbe se convirtió en un sustantivo
propio de tal forma que al mencionar “el derrumbe”, ya sabíamos a qué se estaba
haciendo referencia. Esto evitó, además, poder establecer la conexión entre
nuestro modelo de consumo y Bangladesh; se habla sobre los problemas que tienen
las personas trabajadoras de la industria textil, pero no se presta atención a
lo que nuestra sociedad provoca con nuestro modo de vida y de consumo.
No mostrar las asimetrías que la
globalización genera es una falta de rigor periodístico. Los medios han contado
su versión y la han camuflado de verdad. El derrumbe de Bangladesh fue una
práctica de desinformación y manipulación. La escasa profundidad de los hechos
narrados, el sensacionalismo, el reduccionismo, la pobreza en las
argumentaciones, la falta de contextualización, el mensaje neoliberal, androcéntrico
y el refuerzo de los estereotipos son el envoltorio de una estrategia concreta:
ocultar los delitos y crímenes flagrantes de los que las empresas occidentales
son corresponsables.
Itziar Pequeño es periodista
y feminista especializada en comunicación social y para el desarrollo y
comunicación con perspectiva de género.
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