En una de las minas situadas en
la pequeña localidad de Marikana y explotada por la empresa británica Lonmin,
la policía sudafricana mató a 34 mineros en huelga, hirió de bala a otros 70 y
detuvo a 270, que fueron posteriormente torturados. Diecisiete de los
asesinatos fueron cometidos en la conocida como Escena I, un cerro en una
tierra comunitaria, fuera de la mina. En ella la policía disparó
indiscriminadamente contra el grupo de mineros previamente encapsulados entre
alambre de espino. Los trabajadores, en ese momento, caminaban de vuelta a sus
hogares en espera de una resolución negociada del conflicto. Los restantes 17
murieron en la conocida como Escena II, alejada 500 metros del primer
escenario, adonde habían acudido a refugiarse tras el primer ataque de la
policía. Estos asesinatos fueron cometidos 15 minutos después de la primera
matanza. Varios mineros supervivientes y las autopsias realizadas a los
cadáveres con posterioridad revelaron que la mayoría de estas personas fueron
perseguidas y ejecutadas a sangre fría.
La huelga había comenzado el 9 de
agosto, cuando un grupo de mineros autoorganizados y que rechazaban la
intermediación del Sindicato Nacional de Mineros (NUM por sus siglas en
inglés), aliado del Gobierno y de Lonmin, visitó las oficinas de ésta con la
intención de negociar directamente con sus representantes una subida de salario
hasta los 12.500 rands (950 euros aproximadamente). Entre aquel 9 de agosto y
el día 15 murieron otras diez personas, entre ellas seis mineros, dos guardias
de seguridad de la mina –también negros, también pobres– y dos policías. El día
16, antes de la masacre, se desplegaron en Marikana 650 policías con 4.000
unidades de munición y cuatro caravanas mortuorias con una capacidad para 16
cuerpos. El personal sanitario, en cambio, llegó una hora tarde.
A pesar de estas evidencias, la
Policía y el Gobierno defendieron que los agentes actuaron en defensa propia.
Las imágenes de la masacre dieron la vuelta al mundo. Dentro del país, Marikana
se convirtió en un símbolo y rememoró los peores momentos de la represión
durante el régimen del apartheid, del que el Congreso Nacional Africano (ANC)
prometió liberar a su pueblo a partir del Gobierno de Nelson Mandela.
Como respuesta, el Gobierno creó
en septiembre de 2012 una comisión de investigación sobre la muerte de las 44
personas. Ésta ha acompañado a los sudafricanos durante estos tres últimos
años, revelando el lado más oscuro de una democracia conquistada tras décadas
de sangre y lágrimas, también negras y pobres. Su informe final, después de
tres meses en manos del presidente, Jacob Zuma, fue hecho público el pasado día
25 de junio.
En estos casi tres años las
comunidades alrededor de Marikana han estado acompañadas de sus condiciones
históricas de pobreza, falta de vivienda digna, electricidad y agua potable,
compartidas por la mayoría de las localidades mineras del país, así como de la
represión y acoso por parte de la policía y otros actores. Durante los dos
primeros años de la comisión diversos líderes sindicales, comunitarios y
testigos clave fueron asesinados; algunos pequeños asentamientos, como Nkaneng,
fueron militarizados y crecieron rápidamente las amenazas de perder el trabajo
o de sufrir “accidentes” en la mina.
Sin embargo, a pesar de esta violencia,
la lucha de los trabajadores del sector minero del platino, principal recurso
mineral del país, ha crecido de forma inesperada en estos años. Tras seis
semanas de huelga, en septiembre de 2012 los trabajadores de Marikana firmaron
un acuerdo con Lonmin por el que se aumentaron sus salarios entre un 11% y un
22%. Esta noticia se propagó rápidamente por otras comunidades mineras del
sector del platino y en enero de 2014 los empleados de las empresas Impala
Platinum Holdings, Anglo American Platinum y Lonmin fueron juntos a una nueva
huelga que duró cinco meses y con la que consiguieron una subida progresiva del
salario mínimo de 5.000 a 8.000 rands en los tres años siguientes. La
Asociación de Mineros y Trabajadores de la Construcción (AMCU), un nuevo sindicato
que intentó tener un papel mediador durante la huelga, se convirtió, al mismo
tiempo, en el sindicato mayoritario en el sector.
Muchos errores y ninguna
responsabilidad
Acorde con el trabajo de una
comisión llena de mentiras, falsos testigos y obstaculizaciones a la
investigación por parte de la policía y las instituciones públicas
involucradas, el informe final concluye poco y ofende mucho, especialmente a
los familiares de las víctimas, a quienes se negó la posibilidad de tener voz
en las sesiones de la comisión aunque se permitió que estuvieran presentes en
ellas para escuchar.
En sus más de 600 páginas no se
desvela quiénes mataron a cada una de las 44 personas, no hay responsables, no
hay justicia y no hay recomendaciones sobre la necesidad de reparación para las
víctimas y sus familiares. Se afirma que la policía pudo “haber creído
razonablemente” que su vida estaba en peligro en la primera escena y que no se
puede decir mucho de lo que ocurrió en la segunda escena. La verdad se diluye
entre el reconocimiento de “fallos de dirección y control”, “esfuerzos
insuficientes” para evitar los hechos y la recomendación de “investigaciones
adicionales”. Lonmin no hizo todo lo necesario para evitar los hechos
violentos, AMCU y NUM tampoco, la policía cometió numerosos errores y la
masacre no fue sino un “trágico incidente”. El informe, además, recomienda
distintas medidas procedimentales para mejorar el manejo de futuras situaciones
similares. ¿Es esto todo lo que valen 44 vidas?
Pero en Sudáfrica la vida de los
negros pobres vale muy poco. Como recordaba en una entrevista en 2013 S’bu
Zikode, fundador y presidente del movimiento social Abahlali baseMjondolo,
“todos los días hay Marikanas en Sudáfrica”. En un país marcado por la
desigualdad y la pobreza de la mayoría de su población, el acoso y la violencia
hacia estas comunidades empobrecidas por parte tanto de la policía como de
pandillas es una realidad cotidiana. En algunos casos, ambos actores, con la
complicidad de las autoridades locales, actúan conjuntamente. Esta represión se
legitima socialmente mediante una criminalización de las víctimas y
organizaciones de base, identificadas así como grupos de problemáticos,
enemigos del gobierno o criminales. Susan Shabangu, ministra de Recursos
Minerales en 2012 e involucrada en las decisiones que llevaron a la matanza de
Marikana, animó en 2008 a la policía sudafricana con las siguientes palabras:
“Matad a esos bastardos [las personas identificadas como criminales] si os
amenazan a vosotros o a la comunidad. No debéis preocuparos por las
regulaciones. Ésa es mi responsabilidad […]. No quiero disparos de advertencia.
Tenéis una bala y tiene que ser una bala mortal”.
De este mismo modo, unos días
antes de hacer público el informe, Jacob Zuma declaró que “los mineros de
Marikana recibieron disparos después de haber matado a personas”, legitimando
así la masacre. Cyril Ramaphosa, líder sindicalista minero durante el apartheid,
uno de los héroes de la lucha por la liberación y una de las personas más ricas
y con mayor influencia política en el país, es hoy vicepresidente de Sudáfrica
y del ANC. Durante la huelga, como accionista y miembro del consejo de
dirección de Lonmin, exigió “una respuesta simultánea” a la policía ante lo
que, en una comunicación privada con la dirección de la empresa minera, definió
como “no un conflicto laboral, sino un acto criminal”.
Sin embargo, a la verdad oficial
del informe de la comisión de investigación de la masacre de Marikana se opone
la verdad histórica y política. La de los supervivientes, los familiares y
parte de la sociedad, que no puede creer que nadie sea responsable. La verdad
es un campo de batalla, y en él los familiares de los mineros asesinados
afirman sin ambages que los responsables de la muerte de sus seres queridos, lo
reconozcan o no, son Lonmin, el Estado y la Policía sudafricana. Así lo
expresaron en una declaración conjunta después de la clausura de las sesiones
de la comisión, en septiembre de 2014.
Los mineros fueron masacrados
para evitar una ola de protestas en todo el país y para proteger los intereses
empresariales nacionales e internacionales. Mientras, la vida de los mineros
vale muy poco, apenas los cinco rands de cada bala utilizada en Marikana.
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