Ya antes de la trágica desaparición de los 43
estudiantes de la Escuela normal rural de Ayotzinapa el pasado 26 de
septiembre, el presidente de México Enrique Peña Nieto se encontraba al borde
del precipicio. Su programa de reforma neoliberal, la sistemática represión de
las protestas y su férreo control de los medios ya lo habían transformado en el
presidente más impopular de la historia reciente del país.
La enorme agitación que explotó estos últimos días concierne
no solamente la criminalidad y la violencia, sino también el poder social y el
tema de la política democrática. Y lo que está en juego en la batalla que se
libra hoy día por el México actual no es solamente el futuro de la paz y la
prosperidad de los habitantes al sur del Río Bravo, sino también la democracia
y la justicia al norte de la frontera.
Antes de asumir el cargo el 1° de diciembre del 2012, Peña Nieto
publicó un artículo en el Washington Post en el que
trataba de disipar las inquietudes respecto a sus íntimos vínculos con la vieja
guardia, la más corrupta y atrasada del autoritario Partido Revolucionario
Institucional, que gobernó el país de 1929 al 2000. Invitaba a los observadores
a olvidar el pasado del partido y en su lugar examinar su “plan para abrir el
sector energético de México a la inversión privada, nacional e internacional”.
En visperas de su primer encuentro con el presidente Barack
Obama en Washington, Peña Nieto afirmaba que tales reformas “contribuirían a
garantizar la independencia energética us-americana”, puesto que “México posee
la quinta reserva más importante de gas de esquisto a nivel mundial, además de
importantes reservas de petróleo en aguas profundas y un enorme potencial en
materia de energías renovables”.
Obama, el ejército us-americano y el Congreso aceptaron
apresuradamente el pacto con el diablo de Peña Nieto. Apoyarían ciegamente su
presidencia a cambio de acciones rápidas para reformar el sector energético.
Durante los dos últimos años, ambas partes cumplieron
fielmente sus compromisos. En diciembre de 2013, Peña Nieto hizo pasar a la
fuerza la reforma histórica del artículo 27 de la Constitución, poniendo fin al
monopolio del Estado sobre la industria petrolera y abrió las puertas a la
especulación y a las grandes inversiones privadas por parte de los gigantes
internacionales del petróleo. La mayoría de los mexicanos rechazó
categóricamente estas reformas, pero fueron aplastados por el buldócer del
Congreso de la Unión y esas reformas fueron adoptadas por una mayoría de los
Congresos locales en solamente 10 días, sin debate y en violación flagrante del
proceso democrático.
Mediante esta reforma legal se autorizó la transferencia de
la renta petrolera pública al sector privado, cumpliendo los más anhelados
sueños de Washington. Los EE.UU. llevaban años intentando implementar reformas
similares en el Irak ocupado. Pero en México un presidente leal y corrupto
resultó ser mucho más eficaz que una ocupación militar directa.
Como era de esperar, la mayor parte de la prensa internacional
aplaudió vigorosamente la reforma petrolera. “Mientras que la economía de
Venezuela se derrumba y se estanca el crecimiento de Brasil, México se está
convirtiendo en el productor latinoamericano de petróleo al que vale la pena
seguir de cerca – y un modelo en cuanto a la forma en la que la democracia
puede servir un país en vía de desarrollo”, escribía el Washington Post en
un editorial. El Financial Timesproclamaba con entusiasmo que “el voto
histórico de México a favor de la apertura de su sector petrolero y gasífero a
la inversión privada, después de 75 años bajo el yugo del estado, representaba
una jugada política maestra para Peña Nieto”.
Por su parte la revista Forbes señaló
que si bien el anterior presidente Felipe Calderón “había tal vez impulsado
reformas reales en el sector, era Peña Nieto el que entraría en los libros de
historia”. Desde que Peña Nieto tomó el poder, el gobierno de los EE.UU. no ha
emitido ninguna condena sobre la corrupción o las violaciones de los derechos
humanos en México. Esto en un contexto en el cual las principales
organizaciones internacionales tales como Human Rights Watch, Artículo 19, y
decenas de ONG locales han documentado un aumento escandaloso de la represión
de las protestas y de la violencia contra la prensa bajo la actual
administración. La tímida reacción del gobierno us-americano frente a la
masacre de los estudiantes acaecida el 26 de septiembre forma parte de una
estrategia consistente en mirar hacia otro lado.
Pero el gobierno de los EE.UU no se limitó a permanecer como
simple observador. También reforzó su implicación directa en la guerra contra
el narcotráfico en México. El Congreso asignó miles de millones de dólares al
financiamiento del sistema de seguridad del gobierno mexicano durante estos
últimos años. Las autoridades mexicanas y us-americanas establecieron Centros
de fusión de inteligencia en todo el país con el fin de compartir
informaciones. Y el Wall Street Journal acaba de revelar que agentes
us-americanos portan uniformes militares mexicanos para participar directamente
en misiones especiales, como el reciente arresto de Joaquín “El Chapo” Guzmán,
el poderoso jefe del cártel de Sinaloa.
Ahora que la legitimidad de la administración de Peña Nieto
se derrumba como un castillo de naipes, que fue claramente simbolizada por la
quema pública de su enorme efigie en la plaza del Zócalo, el jueves pasado en
el centro de la Ciudad de México, la pregunta que todo el mundo se hace es si
el gobierno us-américano continuará la lucha hasta el final para defender a
Peña Nieto o si todavía existen dentro del establishment político de
los EE.UU. márgenes de maniobra en favor de la paz y de la democracia al sur
del Río Bravo.
Las medidas tomadas recientemente por las autoridades
mexicanas indican que continuarán recibiendo el apoyo indefectible de
Washington.
Según varios testigos, durante las enormes manifestaciones
del 20 de noviembre en México, provocadores encapuchados lanzaron cocteles
molotov a la policía, y asistieron tranquilamente al maltrato de periodistas y
de observadores de derechos humanos, así como al arresto de inocentes
estudiantes. Peña Nieto inmediatamente hizo inculpar a 11 estudiantes por
delitos federales graves –terrorismo, crimen organizado y conspiración- y los
hizo encerrar en cárceles de alta seguridad a cientos de kilómetros de la
capital.
Y el domingo pasado, 23 de noviembre, el poderoso secretario
de Marina, el general Vidal Francisco Soberón Sanz, hizo una demostración sin
precedente de activismo político declarando públicamente que las fuerzas
armadas no sólo están comprometidas en la lucha contra el crimen organizado y
el tráfico de droga, sino que también están listas para intervenir
en apoyo al proyecto político neoliberal de Peña Nieto para “mover a México”.
Cables de Wikileaks e informes independientes revelaron que el gobierno de los
EE.UU mantiene una particular cercanía con la Marina de México, siendo esta
institución castrense la favorita ante los demás cuerpos de seguridad del país.
Si la situación permanece con el rumbo actual, México podría
pronto seguir el camino de Perú durante el autogolpe de Alberto Fujimori de
1992, ante los ojos de la administración Obama.
A menos que los ciudadanos
us-americanos alcen la voz en apoyo y solidaridad con sus vecinos mexicanos, el
país podría convertirse en la presa de una nueva guerra sucia apoyada por los
EE.UU contra estudiantes y militantes, similar a la represión durante los años
70 y 80, que costó centenares de miles de vidas en Guatemala, en El Salvador,
en Nicaragua y en Honduras. Aún es tiempo de actuar antes que la América del
Norte de hoy se convierta en una copia de la América Central de hace 30 o 40
años.
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